XI. De cómo Fr. Jesús practicó y vivió la perfecta alegría


El libro de las florecillas sobre la vida de San Francisco, lleno de espiritualidad y sentido angelical, nos describe cómo debe ser la perfecta alegría. San Francisco explicaba a Fr. León en qué consistía la alegría. Ambos caminaban en un día de crudo invierno pisando la nieve con los pies descalzos. Ateridos de frío y empapados de agua, iban de Peruggia a Santa María de los Ángeles. El Santo le hacía saber al Hermano León, que aunque se hablaran todas las lenguas y se tuvieran todas las ciencias, o se tuviera el don de dar la vista a los ciegos, curar a los tullidos y expulsar demonios, no estaría ahí la perfecta alegría. Como tampoco estaría, aunque se supiera interpretar las sagradas Escrituras, o se hablara la lengua de los ángeles, teniendo el secreto del conocimiento de todos los tesoros de la tierra, o se pudieran hacer milagros. La perfecta alegría, dice el Santo de Asís, es sobrellevar con paciencia las adversidades y sufrimientos de la vida. Y si ahora al llegar al convento, hermano León, el portero no solamente no nos abre la puerta, sino que nos expulsa con malas palabras y golpes sin piedad y nos hace pasar la noche a la intemperie del frío, si sabemos soportar esto con paciencia y amor de Dios. Ahí está la perfecta alegría. (Florecillas. Cap. 8).

Nuestro Hermano Jesús conocía bien este pasaje de la vida del Santo, era meditado y vivido en muchas ocasiones por él. La sonrisa permanente de sus labios era manifestación de esa alegría que dice el Santo. Fr. Jesús sabía que él sólo era un pobre siervo de Dios, que con lenguaje humilde hablaba al pobre y necesitado, curándolo o haciéndole servicios para que éste superara su indigencia. Por él, Dios practicaba el don milagroso de la caridad y providencia, al tiempo que Fr. Jesús vivía ese don de la perfecta alegría.

Recuerdo perfectamente, cuando estaba en Pastrana, ver también en los crudos días de invierno a Fr. Jesús, bajar del pueblo al convento, pisando la fría nieve con los pies descalzos, o con la capucha calada para refugiarse de la ventisca y el agua. Había que arreglar las goteras de la pobre y humilde casita, de la enferma disminuida Rosarito, que a su vez cuidaba de su padre también enfermo y casi paralítico. Era necesario llevarles mantas, víveres y alimentos para que superaran esos crudos y terribles días de invierno. Con verdadero amor y ternura los cuidaba y dejaba arregladitos cada vez que iba, al tiempo que ponía unas palabras evangélicas de esperanza, para que en la prueba vivieran en alegría el perfecto amor de Dios. Después, Fr. Jesús volvía al convento, maltratado por el frío y castigado por la nieve, con las manos enfundadas en las mangas, la capucha calada, mirando al suelo en total recogimiento, pero mirándose en el espejo de la blanca nieve con destellos de luz, donde se dibujaba la alabanza de la perfecta alegría. Para aquellos pobres, era Dios providente quien milagrosamente les enviaba la ayuda, mientras que Fr. Jesús era el ángel de Dios que hacía de providencia para ellos. Dios mismo los amaba y cuidaba encarnado en el Hermano Jesús.

Llegado al convento después de este episodio, cargado de gozo de amor divino, acudía lo primero a la iglesia, para dar gracias y pedir por estos pobres, marginados y enfermos, pero hijos de Dios. Estoy seguro que Cristo le aplicó el evangelio:‖Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, enfermo y me visitasteis... Lo que hicisteis por estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis.” (Mt. 25, 34, ss). Y el que lo ha visto, da testimonio11. En alabanza de Cristo.

—Soy testigo de estos casos, como el señor Fernando Ranera lo fue y otros muchos de Pastrana que recuerdan estas acciones caritativas entre los pobres.