3. Su mariología

LA BÚSQUEDA APASIONADA DE LA MADRE


La espiritualidad mariana de Fr. Jesús arranca desde su niñez. La orfandad desde muy niño y la falta de la madre terrena, le hicieron buscar apremiantemente la protección del la Madre del cielo, y más teniendo en cuenta, la rigidez, la dureza y severidad de la abuela Engracia para con él, que le daba castigos durísimos e impropios de un niño, tales como expulsándole de casa por la noche, cuando apenas contaba siete años. Desde su corta edad, en su condición de huérfano, la Virgen María llenó y ocupó todo su corazón. En Ella encontraba no sólo el consuelo humano y espiritual, sino que constituía el ideal de su vida, la meta de sus aspiraciones cristianas. Ella era la confidente de todos sus secretos y proyectos futuros. En María había encontrado, no sólo el apoyo y refugio de todas sus cuitas y problemas al caminar en solitario, sino que la hizo "abogada, defensora y dueña de su vida". En Ella encontró lo que deseaba: la Madre, y Ella le llevó a Cristo y al amor compasivo y misericordioso de Dios. (Nota)

De hecho, su devoción y su afecto por la Virgen, comenzó desde estos primeros orígenes. Sabemos que le rezaba y le pedía gracias con las plegarias sencillas que había aprendido de niño, las tenía siempre en sus labios y en su corazón, junto a la palabra que más tarde alcanzará la total significación: MADRE. La Hermosa y Santa Madre de Dios. Palabra mágica y clave para él que la repetirá durante toda su vida miles de veces. Palabra que resume su vida e ideal. Palabra escogida por Dios, llena de gracia y dones. Palabra santa que para él era amor, pureza y santidad; Palabra que se hacía miel y dulzura en sus labios, cosmos de amor y belleza para sus ojos, lugar santo donde habitaba Dios. Esta palabra la hizo símbolo de todas sus ternuras y afectos, hasta convertirla en centro de toda su espiritualidad. (Nota)

Fr. Jesús no sólo cuidó con empeño y esmero la devoción a la Virgen María, sino que trabajó y se esforzó durante toda su vida, para que fuera creciendo y llenando Ella todos los espacios de su propia existencia, intentando siempre el configurarse e identificarse con el icono sagrado de su vida. Esto fue algo tan fehaciente, que los que conocemos el proceso de su vida, damos fe y testimoniamos de esta realidad constatada y contemplada durante toda su trayectoria religiosa, vivida fervientemente y llena de emociones, con palabras, gestos y expresiones salidas de lo más profundo de su corazón y todo para la Madre. Se sentía tan unido a Ella, que actuaba con ardiente pasión y con refinadísimo amor hacia Ella. Y como vivía lo que decía, provocaba en él las lágrimas más enternecedoras que hay en la persona, como símbolo y expresión de toda su ternura y dulzura por la Madre celeste. (Nota)

De ahí que, ante estas situaciones, los que le conocían le admiraban y se hacían las preguntas que hicieron a Cristo en el evangelio (Mt. 13, 54 ss.): ¿De dónde le viene a éste ese fervor y ese conocimiento de la Virgen? ¿Dónde ha adquirido esa sabiduría y ese hablar tan bellamente de la Madre del cielo? ¿Cómo y cuándo ha aprendido y adquirido ese lenguaje y expresiones teológicas, si nunca ha estudiado? Y todos, por donde pasaba, quedaban admirados por aquel fervor y espiritualidad mariana, que manifestaba nuestro hermano Fr. Jesús de la Cruz.

Desde los comienzos de su vida religiosa, él tenía claro el proyecto y la meta de su vida: ser santo. Y para llegar a esa santidad, nada mejor que apoyarse y cultivar la devoción a la Santísima Virgen, la Madre de Dios y Madre nuestra. Por eso, desde el principio trató de interesarse por leer y conocer cosas de la Virgen María, ya que cuanto más se sabe de Ella mejor se conoce a Cristo y más se profundiza en la vida espiritual de la persona. Estos eran los pilares sólidos sobre los que comenzó a construir la catedral de su espiritualidad.


MARÍA, CAMINO LUMINOSO.
EN "LA MÍSTICA CIUDAD DE DIOS".


"Como busca la cierva corrientes de agua viva, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo" (Sal. 42, 2). Este pensamiento del salmista le meditaba muchas veces, pues resume el ideal de Fr. Jesús que soñaba con la Virgen y tenía hambre y sed de conocerla más. Estaba sediento de estar a su lado, de beber de esa agua pura de su fuente. Tenía hambre de todo ese cosmos de belleza y santidad, la que es bendecida especialmente por Dios. Quería penetrar en ese misterio maravilloso de María. Conocer todo cuanto fuera posible ese paraíso infinito de gracia. Sentirse inmerso en ese Edén de pureza. Descubrir y contemplar el "cielo nuevo" habitado por Dios.

Y verdaderamente al conocer a la Virgen María, se le despertó el deseo de estar siempre al lado de la que es "toda Pura, Santa, Inmaculada". Quería llenar de belleza los ojos del alma mirándose en la que es "llena de Gracia" (Lc. 1, 28). Deseaba sentirse amado y protegido por Ella. Quería hacerla su verdadera Madre (N), pues tenía infinito deseo de estar a su lado. Todo esto lo anhelaba Fr. Jesús ardientemente en este tiempo de búsqueda. Y todo esto, nos dijo él, lo encontró en el libro: "La Mística Ciudad de Dios" (N), libro que se convirtió casi en sagrado para él.

Por la importancia que tiene este libro en su espiritualidad, hacemos un breve comentario de su contenido, para que los que no le conozcan se hagan una idea de la influencia que ejerció esta obra en su vida. Al tiempo que descubriremos mejor la razón del porqué Fr. Jesús lo leía todos los días y con tanto fervor.


El encuentro con esta obra no fue casual.


Ya la Doctrina de novicios, del P. Joaquín de Albalate, que fue lo que él estudió siendo novicio en 1936, recomienda especialmente la lectura de La Mística Ciudad de Dios, de la Venerable Sor María Jesús de Ágreda (N), religiosa concepcionista del siglo XVII, que escribió una vida de la Santísima Virgen, de forma elegante con descripciones exquisitas y llenas de belleza plástica figurativa, que dejan vislumbrar un abismo de luz y de gracia sobre la elegida para Madre del Hijo de Dios. Es la vida de la Virgen María, la llena de gracia y elegida para Madre del Mesías de Dios. Es una vida sobre la Virgen de forma historiada, en su dimensión divina. Una biografía elegante de María, donde místicamente se relatan los acontecimientos más sublimes vividos por María, y donde el espacio y el tiempo se sitúan en el acontecimiento salvífico divino, lleno de vivencias espirituales y comunicaciones celestes.

Es un libro nada fácil de leer por el gran contenido teológico, ya que es el fruto de una profunda oración y contemplación, llena de vivencias místicas y espirituales de esta religiosa, que a veces rayan en elevadísimas experiencias de alta mística. Realmente es un compendio de mariología que constituye todo un tratado de teología, no al estilo escolástico de Santo Tomás, de pruebas y razonamientos, sino una mariología narrativa a partir de unos hechos y datos históricos, extraídos especialmente de los evangelios, que se constituyen al mismo tiempo, en datos teológicos sobre los que radica nuestra salvación.

La lectura del libro resulta no sólo atractiva y apasionada, sino que está llena de conocimientos históricos, escriturísticos y vivencias espirituales sobre la Virgen que impactan en el lector, ya que a lo largo del libro se va dibujando la imagen luminosa de María, en la que se recorren todos los misterios salvíficos de nuestra redención, al tiempo que se va perfilando la imagen de la Virgen María que se alza como una "Ciudad Santa", edificada por el mismo Dios y puesta en lo más alto del mundo; "hermosa y toda pulcra" (Cant. 4, 7), cual "espejo sin mácula" (Cant. 6, 10), y como ideal supremo de toda perfección.

En sus páginas se presenta a María como la "mujer vestida de Sol; coronada de doce estrellas" (N), en la que los rayos purísimos de la belleza humana se mezclan con los soberanos de la más alta Belleza sobrenatural, ofreciéndonos una imagen de la Virgen María perfectísima y sin igual; "toda llena de gracia" (Lc. 1, 28), "habitada por Dios" y "llena del Espíritu Santo" (Lc. 1, 35), de cuya imagen surge la luz, como reflejo de la gracia, proyectando sobre el mundo la gran belleza incontaminada y la más radiante hermosura que nuestro ojos pueden contemplar.

Todas las páginas de este libro porfían por ofrecernos la mejor y más radiante imagen de María, donde se recorren todas las Sagradas Escrituras, comprobando en la Palabra de Dios, cómo el Altísimo ha ido dejando textos proféticos que hablan de la elegida para Madre del Redentor; cómo hablan de la Reina y Señora nuestra; la Restauradora de la culpa de Eva y Mediadora de la gracia. De esta forma, María aparece como esa Ciudad Mística, donde Dios habita, y en Ella reside la omnipotencia divina, poniendo en ella su morada santa. Ella queda constituida como el cosmos de belleza más ideal y sublime. Se la describe cual ciudad jaspeada con todas las virtudes y adornada de todas las gracias, radiante de esplendor y brillante como sol luciente, donde no caben tantas maravillas, porque no pueden englobarse ni expresarse más bellamente en términos abismales y celestes (N).

Lo que la autora deja bien claro a lo largo de su obra, es esa "cosmovisión teológica" (N) en la que se considera a Jesús, el Hijo de María, no sólo como el quicio-centro de la salvación, sino que sirve, especialmente, como referencia cósmica de toda la creación. Siendo la mejor manifestación y más gloriosa de Dios, en explosión de gratuidad, ya que "tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Unigénito Hijo" (Jn. 3, 16). Y para que se diera esta gracia en plenitud, el Altísimo preparó a la Madre del Unigénito, la gloriosa Virgen María, descrita tan bellamente por la Venerable Sor Mª Jesús de Ágreda, poniendo el mismo Dios su morada en: "La Mística Ciudad de Dios" (N).

El descubrimiento de este libro para Fr. Jesús fue la mayor dádiva que se le podía hacer. Para él fue como una señal que le enviaba el cielo de ser objeto de predilección. Se le brindaba gratuitamente la gracia de entrar en conocimiento de los dones divinos otorgados a la Madre del Hijo de Dios, al tiempo que se le revelaba la belleza indescriptible de las maravillas que Dios ha obrado con la elegida por el Altísimo, para ser la Madre del Redentor, a la vez que Ella le aceptaba por hijo y cuidaba de él.

Por eso Fr. Jesús acogió tan entrañablemente este libro, que le leía como un niño que oye la "historia sagrada" y comienza a vivir la historia "humana" de Dios encarnada en María. De ahí que se llenara su fantasía de amor tierno hacia la Madre, creando un proceso de fe y de caridad, que no para hasta esperar el juicio misericordioso de Dios.

Creo que fue una gracia especial el que Fr. Jesús leyera La Mística Ciudad de Dios tal como fue escrita: en clave de oración y en ardiente búsqueda de la Madre de Dios, donde la Iglesia se revela como el Reino de Dios, tan cercano y lleno de "cielo y tierra", de gracia y presencia de Dios. Fue una lectura de gracias que le produjo copiosa gracia, de la que abunda el libro. De él que hizo la profecía de su vida, para él fue como una nueva encarnación que Dios obraba en él. Descubrir este libro fue como entrar en el edén soñado, en el paraíso inmaculado donde nunca hubo pecado. Lugar donde el mismo Dios se comunicaba en infinita belleza de gracia. Donde el árbol de la ciencia era todo sabiduría inmaculada y sin mácula de pecado en él, del que nacería el fruto redentor del Hijo de Dios. "En Él estaba la fuente viva y su luz nos hacía ver la Luz" (Sal. 35, 10).

El encontrar esta obra, para Fr. Jesús, fue como descubrir el cielo. Quedó eclipsado ante la infinita maravilla de la MADRE. Su lectura le dejó tocado por la misma gracia divina, entró en ese éxtasis de admiración, donde contempló las infinitas maravillas que Dios ha creado y ha colocado en "La Mística Ciudad de Dios". La lectura de este libro le dejó como herido por la gracia del cielo, quedó marcado y estigmatizado con el mismo amor santo que trasmite la Madre.


Fr. JESÚS; VIAJERO EN
"LA MISTICA CIUDAD DE DIOS".


Cuando Fr. Jesús leyó por primera vez "La Mística Ciudad de Dios", creyó que realmente estaba dentro de la misma Ciudad de María, pues Ella le había abierto la puerta que le introducía en la suprema belleza de Dios. Su vida y su mente se llenaron de la gracia que fluía en aquella Ciudad. Al avanzar en sus páginas, era como si recorriera las calles de la vida histórica de María. En la medida en que se adentraba por la "Ciudad Mística", más irrumpía en el misterio de Dios y profundizaba más en los conocimientos de María. Contemplaba maravillado las virtudes de la Madre, como verdaderos monumentos de la Mística Ciudad; sus dones se alzaban cual palacios suntuosos llenos de esplendor; el cúmulo de gracias formaban empinadas catedrales, sólo a Ella concedida y a Ella dedicadas. El arte de Dios fluía por toda la ciudad como el arte de belleza única. Aquí todas las bellezas creadas son reflejos del Sol radiante, que fluyen del que es la misma Fuente de Luz, cuyo origen es Dios. Todo cuanto se contemplaba en esta Mística Ciudad, era hermosura sin igual, vida divina, celeste e inmortal para Fr. Jesús. Al gustarla y contemplarla con ojos de fe, fue como penetrar en el universo inefable de la obra humano-divina, jamás ideada, sólo concebida por el artista divino: Dios.

En la medida en que Fr. Jesús comenzó a contemplar y meditar los prodigios y portentos que en esta Mística Ciudad de Dios se describían, comenzó a sentir la fuerza del mismo Dios que transformaba su vida. Su alma comenzó a revestirse de la misma belleza que contemplaba. Su propia naturaleza quedaba transida por el nuevo espíritu que heredaba; era como una donación de la Madre. Ahora su hombre exterior se sentía animado por el principio vital que ejerce el espíritu en el hombre interno, su pobre barro se adornaba de belleza divina transformándole en vaso de gracia.

También se dio cuenta que la sola lectura de este libro, La Mística Ciudad de Dios, le ponía a ritmo de Dios, en estado de gracia, le resucitaba a una vida nueva. ¿Cómo no sentir hambre de comunión con la Madre, si era lo que más buscaba y deseaba? Quien ha gozado de esa belleza misteriosa que trasmite la Madre, ya no puede vivir sin ella, se renuncia a todo, por el placer de escucharla y estar con Ella. Cada página de este libro le llenaba la mente de sabiduría, de otro conocimiento sublime, le comunicaban el saber de Dios; Ella misma iba dibujando suavemente en su espíritu, el modelo de belleza que ofreció al Verbo, como reflejo del Logos del Padre. De esta forma, Ella misma se convertía en artista que plasmaba el arte de Dios en el siervo Fr. Jesús. Y de aquella imagen perfecta que Fr. Jesús recibió de Dios al crearle, ahora degradada por sus debilidades, Ella, con su arte de pureza, devolvía aquel retrato de Dios su prístina hermosura.

Fr. Jesús, en La Mística Ciudad de Dios encontró el gran tesoro que dice el Evangelio, por el que se vende cuanto se tiene para comprarlo y poseerlo (Mt. 13, 44). De inteligentes es el poseer el tesoro de la sabiduría. Ella era la sabiduría que restauraba la pureza interior y purificaba su alma con los valores divinos de la gracia. Con Ella comenzó la recuperación de las virtudes en su vida, que ahora se volvían música y armonía, tanto en alma como en el cuerpo. Ella le había resucitado a la vida nueva, a la sensibilidad del Evangelio, donde hasta los pájaros y los lirios le hablaban de la belleza infinita de Dios. Todo en su vida lo transformaba Ella en sinfonía de gracia. Para Fr. Jesús, La Mística Ciudad de Dios se convirtió en el cosmos de infinita belleza, como la obra más hermosa y perfecta del Creador. Descubrirla fue sido un milagro, un don, un regalo del cielo. No hay nada tan hermoso en la tierra con la que se pueda comparar.

De esta Mística Ciudad de Dios, Fr. Jesús se hizo el auténtico viajero, caminante incansable, recorriendo todos los días las páginas de aquella Mística Ciudad de Dios. Lo admirable es que, cuanto más la recorría leyéndola, nunca se cansaba de volverla a contemplar, más aún, cada día encontraba tesoros nuevos, monumentos de mayor belleza exclusivos de María, arquitecturas con piedras angulares distintas, que sólo a Ella le pertenecen. Imágenes cósmicas que trascienden, llenas de inusitada belleza, con verdadero parecido al mismo Dios. Símbolos y figuras proféticas que hablan de Ella con Palabra de Dios, que traen mensajes gozosos de esperanza y redención. Al viajero no se le cansan los ojos de ver maravillas, ni el alma de admirar y contemplar las glorias que Dios tiene reservadas para los que penetran los muros de esta Ciudad. ¿Cómo salir de ella siendo tan feliz dentro de ella?


Los fundamentos de la ciudad.


Fr. Jesús, el viajero místico, en la medida que profundiza en esta urbe, descubre que la confluencia y el centro de esta Mística Ciudad, diseñada por el mismo Dios, lo constituye y le conduce a la misma persona de Cristo Jesús, el Hijo de Dios encarnado, como objeto y fin principal proyectado por Dios para la salvación del género humano. Todo converge y está encauzado en esta Mística Ciudad de Dios hacía Él, como sol y oriente del Cristo cósmico. De hecho, en esta "Ciudad Mística", tienen lugar los acontecimientos divino-cósmicos más importantes en la historia de la humanidad. Aquí, en ese "abismo de infinita gracia" es donde se pronuncia la palabra sagrada y solemne del "fiat mihi" (N), del que se originó la mayor y más maravillosa obra que jamás Dios ha hecho, ni volverá a hacer, para beneficio de nuestra humanidad, pues en ella nos envió al Verbo eterno, tomando cuerpo en las entrañas purísimas de la santísima Virgen María, estableciendo en Ella su tabernáculo y morada (N).

Por eso, "La Ciudad Mística", la "Jerusalén celeste" (N), se convierte en "Ciudad Santa, habitada por Dios", y en cuya Mística Ciudad, Dios ha colocado en lo más alto a Cristo y María, siendo el centro y la atracción, no sólo de la economía salvífica, sino también de toda nuestra creación, constituyéndose ambos, en los ejemplares que Dios ponía para modelos de la humanidad, y de cuyos originales, iría copiando para dar vida a todo el linaje humano (N).

Esto era lo que Fr. Jesús ardientemente deseaba saber, escuchar, vivir, sentir, palpar con su mente y corazón, saber que aquella inefable riqueza nos ha venido por la Madre. Su ideal de fe, en sacramento de comunión con Cristo y la Virgen, se sentía colmado en plenitud, aquello era el cumplimiento de su deseo; su sensibilidad entraba en deleite, en satisfacción, en profundo gozo y comunión mística.

En la medida que recorre la ciudad, descubre mejor que María en todo el libro de La Mística Ciudad de Dios, aparece como el "modelo y único ejemplar", para llegar a la plenitud de Dios y la posesión del Reino. Para ello, la autora recurre y emplea toda clase de símbolos, metáforas, prototipos, paradigmas, signos, alegorías y comparaciones con los que se pueda ejemplarizar mejor la figura santísima de María. Estos son los detalles que creaban admiración y sublimaban el espíritu del viajero Fr. Jesús. Él trató de grabarlos en su mente sin olvidarlos, ya que luego los emplearía como recursos para su diálogo o cuando hablaba con la experiencia del que ha visto y vivido.


La Sagrada Escritura.
Símbolo y figura de María


Al profundizar y contemplar esta Ciudad Mística, el viajero veía que en la lectura de cada día se hacía un recorrido por toda la Sagrada Escritura, y se recordaban las figuras más emblemáticas y simbólicas para compararlas con María. Fr. Jesús se admiraba al ver que se la comparaba con la Nueva Ester (Est. 1, 2), que ocupa el lugar de Eva, y es la que vence al Dragón del mal (N). Ella es también el Arca de la Alianza (Exod. 25, 10-11) y piedra angular (1 Cor. 3, 11), porque llevó en su alma al mismo Verbo encarnado, que contiene toda la sabiduría y es la "clave y piedra angular" de nuestra salvación (N). Ella es la “Fuente de gracia”, que sacia la sed, porque nos da al mismo Dios, autor de la vida y la gracia. También es la Hija de Sión y visión de paz, como el monte al que viene el Verbo, desde la piedra del desierto, (Is. 16, 1) (N). Es la Espiga fértil (N) (Lev. 23, 10). Como es la Puerta del cielo, la Puerta Cerrada (Ez. 44, 2), abierta sólo para Dios (N). La Zarza mística (Exdo. 3, 2) que ardía sin consumirse, para significar la unión de la naturaleza humana a la divina con el Verbo encarnado (N). La tenaza de oro (Is. 6, 6), porque arranca del fuego de la divinidad el ascua que ha de purificar el mundo (N). La pequeña nube (3 Re. 18, 44), que destila lluvia saludable para refrigerio de los mortales (N). La mujer del Génesis (Gen. 3, 15), la mujer Inmaculada que aplastaría la cabeza del Dragón, siendo ella la criatura más grata y fascinante de toda la creación (N). María es obra y reflejo de la misericordia infinita de Dios.

Todo este conjunto de maravillas bíblicas atribuidas a la Virgen era lo que a Fr. Jesús le arrebataba el espíritu y le llenaba de incontenible y emocionada alegría espiritual. Ver a la Virgen María pensada por el Altísimo, desde antes de los tiempos y de toda la historia, como la obra maestra de Dios adornada con tantos dones y privilegios, llena de gracia y belleza. ¿Cómo no iba a vibrar su corazón de enamorado? Este era su mayor deseo: ver a la Madre toda colmada de gracias y bendiciones.

Pero el viajero descubre en el libro con gozo interminable que Ella, la Virgen María, es el nuevo cielo y la nueva tierra, dándonos a entender que María es la Mujer Nueva, la preservada y libre de culpa, cual un nuevo cielo de gloria para la naturaleza humana, ya que el mismo empíreo entrará en posesión para los mortales, por los méritos de María unidos a los de Cristo Salvador.


María, la "nueva tierra" (Ap. 21, 1-8).


El viajero comprueba que con la tierra santísima de María, nuestra tierra quedó bendita, renovada, vivificada y con su nacimiento comenzó a resplandecer la aurora de la gracia (N). Descubre también que Ella es La nueva Jerusalén, ya que María es Madre de la Iglesia, como la Jerusalén suprema, donde están cifradas y recopiladas todas las gracias, porque María es todo don y grandeza, llena de virtudes siempre nuevas (N). Por eso, Ella se alza como La mística ciudad de Jerusalén, porque Ella es la "habitación santa", el "tabernáculo sagrado de Dios", el lugar donde Dios plantó su tienda entre los hombres y donde Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos (N). Añadamos para terminar, que la M. Ágreda, considera que un gran número de textos de la Sagrada Escritura son aplicables a la Virgen, igualmente considera que todo el Cantar de los Cantares es un auténtico canto y loa al misterio de Cristo y de María, como figuras del la Iglesia (N).

"Esto es lo que yo deseaba saber, esto es lo que deseaba escuchar", decía San Francisco cuando le leían el evangelio. Esto es lo que yo anhelo y lo que yo deseo, era también el pensamiento de Fr. Jesús, pues esto le ponía el alma en armonía gozosa de Dios, en estado de gracia, de alabanza, de elevación espiritual. Estaba dentro de La Mística Ciudad de Dios y en María contemplaba cada día el Nuevo Cielo y la Nueva Tierra.

La idea clara que late a lo largo de las páginas de La Mística Ciudad de Dios es que María es el instrumento eficaz elegido por la divinidad, adornada con todas las perfecciones y siendo con Cristo el puente mediador para llevar los hombres a Dios, por eso se la describe como el "ejemplar de suma santidad y pureza" para los humanos. Ella es el "espejo y eficaz arancel", el "lucero de la mañana", la "lucerna que alumbra en las tinieblas de la ceguera" (N). Es el instrumento excelso que nos trae la vida divina. Dejando bien patente que Ella es la intercesora de los hombres, de tal manera, que en sus virginales entrañas concibió al autor de la Vida (N).


Y el "nuevo cielo".


Ante esto, el viajero se detenía en profunda meditación, quería asimilar y escuchar este lenguaje y estas expresiones dedicadas a María; pues esto era para Fr. Jesús palabra santa venida del cielo, doctrina teológica, pura melodía espiritual y sinfonía celeste, que le ponían en sintonía de gracia, escuchado aquel mensaje amoroso. Él, al leerlo entraba en arrobamiento de algo anhelado con la fuerza del espíritu. Era como volver al paraíso perdido, donde todo es gracia y pureza, santidad y divinidad. Ella era el "cielo nuevo".

El viajero pasa por momentos de emoción comprobando que toda la obra de la Mística Ciudad, está tejida del más fino y purísimo amor de una Virgen, amante en sumo grado del Dios Creador e infinitamente bondadoso. Ve que con suma elegancia espiritual se va describiendo el amor más sublime que fluye como elemento pedagógico en las manos de Dios, para formar y conducir a su elegida a la suma perfección, y a la más alta posible plenitud de gracia que puede recibir una criatura humana (N).

Por eso, brillan en Ella las grandes virtudes de la humildad y la prudencia, como el sustrato de todas sus acciones y el ingrediente de todas sus obras, hechas según el gusto y agrado de Dios, de manera tal, que el mismo Dios enamorado la eligió por Madre del Hijo amado (N). Ante esto, el viajero solemniza su vida porque al conocer esta ciudad él solito ha descubierto el cielo nuevo en la Ciudad de Dios.

El viajero que descubre y medita estos bellos secretos reservados para los amantes y seguidores de la Reina del cielo, ¿cómo no iba a sentir él vivos deseo de leer y releer esta Mística Ciudad, cuando en ella encontraba cosas tan santas y bellas, que le ayudaban a conocer y profundizar en todo lo que hacía relación a la Virgen? En ninguna parte había leído pensamientos tan admirables sobre una Madre, en la que resplandece ese amor divino, cual ciencia sublime y plenitud de gracia, que puede recibir una criatura humana (N), como viva presencia de la divinidad. Son esos elementos en alto grado sublimados, que hacen de la vida de María un "cielo intelectual", "el templo vivo de Dios", en Ella que es peregrina en la tierra y habitante del cielo (N).

Fr. Jesús que vive y está inmerso en La Mística Ciudad de Dios, observa que se cataloga a María asociada a la acción salvadora de Cristo. Para este fin, María extrema su entrega con todas las gracias recibidas, asistiendo con todo su amor al Hijo Redentor hasta la muerte, con el ánimo y fe más grande, constante, invencible y siempre entregado (N). De esta forma, queda asociada con Cristo siendo corredentora con Él. De manera tal queda integrada a Cristo, que después de su muerte, "Ella representa a la Iglesia, de forma que sólo María santísima era entonces toda la Iglesia, y sólo Ella creía, amaba, esperaba, veneraba y adoraba, llena de fe por sí, por los apóstoles y todo el linaje humano; recompensando, en lo posible, las faltas de fe de los miembros místicos de la Iglesia" (N). Por eso se la llama frecuentemente en esta Historia Divina "Madre de la Iglesia y Madre de los hombres" (N). Pasando a ser la "fiadora", el "ejemplar", el "gran signo" y la "figura de la humanidad", especialmente en el momento cumbre de la redención, en el que María recibió el privilegio de compadecer con Cristo y ser su cooperadora en el rescate de la humanidad, gracia ésta que "Su Majestad" otorgaba a su "elegida" (N).

Ante páginas tan bellas y brillantes, rezumando teología y espiritualidad, el viajero de La Mística Ciudad de Dios, se llenaba de pensamientos y meditaciones llenas de complacencias y fidelidad hacia la Madre. Fr. Jesús había descubierto la armonía divina en la que quedaba patente "la similitud entre Cristo y María santísima, haciendo que Ella concurriera como coadjutora de la fábrica de la ley evangélica y de la Iglesia santa" (N).

Desde el instante mismo de su inmaculada concepción, salió de las manos divinas "como río caudaloso del océano de la divinidad, donde en los eternos siglos fue ideada, y con las corrientes de tantos dones, gracias, favores, virtudes, santidad y merecimientos" (N), siempre en contacto con el Hijo amado y Señor resucitado, hasta que la corriente fiel de su vida llegó al remanso final de la vida divina. Momento en el que la autora abunda en alabanzas hacia la Reina soberana, que entra triunfante en el reino celestial. Instante solemne en el que es investida ante todos los ángeles y santos con el título de "Reina de todo lo creado en el cielo y en la tierra".

El viajero Fr. Jesús, extasiado en esta ciudad, con su alma de niño, vive estos acontecimientos, como si los presenciara en la gloria. Los celebra con el gozo de los santos y bienaventurados del cielo. Todo esto era lo que le hacía vivir esa dimensión de lo celeste. Místicamente ya lo celebraba por adelantado, pero lo vivía en infinito gozo cada día leyendo y contemplando esta Mística Ciudad.


Cristo y María, piedras angulares de la Ciudad.


En esta asombrosa Ciudad Mística, en la medida que el Viajero avanza admirando sus magnificencias, descubre nuevas y mayores maravillas que roban prodigiosamente la atención, ya que jamás había contemplado artísticas bellezas espirituales tan fascinantes.

Al mirificar absorto tales dones y gracias celestiales concedidas a la Reina de la Mística Ciudad, iba mirando como extasiado, los fundamentos que cual piedras claves, se le atribuían a la Virgen Madre. Lee las excelentes prerrogativas que la proclaman: "Protectora de la Iglesia" (N), "Señora de las criaturas", "Madre de piedad", "Intercesora de los fieles", "Abogada de los pecadores", "Madre del amor hermoso y de la santa esperanza", "La Misericordiosa" "La toda pura y santa Señora", la poderosa Intercesora ante el Padre", con fuerza para inclinar nuestra voluntad a su clemencia y misericordia". En Ella se depositan todos los tesoros de la gracia y su corazón será como las tablas mosaicas, en las que queda escrita la nueva ley de la gracia (N).

El Viajero llamado Fr. Jesús, ante este cúmulo de perfecciones que resplandecen ante el universo humano, con la luz celeste de la gracia, entra en éxtasis de contemplación; embargado por el gozo, sin apenas aliento, sólo sabe decir una palabra: ¡Gracias! ¡Gracias Señor!, porque has puesto en Ella tantas maravillas. Gracias porque la elegiste por Madre del Mesías, del Cristo total, el Cristo cósmico. Y gracias porque nos la has dado por Madre. Estas gracias las daba muchas veces y nos invitaba a que lo hiciéramos nosotros.

Para un humilde que tiene hambre de saber y conocer las prodigiosas maravillas que Dios ha obrado en María, esto a Fr. Jesús le producía el más grande de los deleites espirituales. A él, desde sus simples conocimientos, se le concedía el entrar en el grupo de los bienaventurados y sencillos, a los que Dios les revela las grandes maravillas, que a los sabios y entendidos se les ocultan (Mt. 11, 25). ¿Cómo no iba a tener hambre de este pan fabricado en el hogar del Padre? Era el pan reciente de cada día que a Fr. Jesús le sabía a eucaristía.

Si toda la Mística Ciudad está llena de sorprendentes maravillas, aún quedan puertas abiertas, decía el viajero, para nuevas reflexiones, pues esto es un pequeño colofón muy hermoso que hace de resumen de los misterios prodigiosos que Dios ha obrado en favor de los hombres, otorgados a través de María. Toda La Mística Ciudad de Dios presenta a María, como la pura criatura que ha alcanzado la plenitud de perfección, siendo la viva imagen de su Hijo y gozando de un estado semejante al de la visión beatífica de los bienaventurados (N).

Realmente toda esta historia maravillosa de la Virgen, escrita con verdadera unción y fervor místico, encierra un gran contenido de "teología y espiritualidad", siendo todo él, un libro fundamentalmente edificante y estimulante para el fiel, como para el que quiere progresar en el camino de la perfección, tanto cristiana como religiosa. Para Fr. Jesús fue y será la auténtica Ciudad de Dios, donde él contempló todos los dones, gracias y bendiciones que el Altísimo ha otorgado a nuestra Madre, la Virgen María. Para Fr. Jesús, todo el libro es un espejo donde se proyecta la vida de María, decorada con todas sus virtudes y perfecciones, en el que María se alza como la obra más perfecta, pura y santa, creada por el mismo Dios. "Yo soy la Madre del amor puro, del temor, del conocimiento y de la esperanza santa. En mí está toda gracia y verdad, en mí toda esperanza de vida y virtud" (Eclo. 24, 18 s.).

Cuando se entra en esta Ciudad, decía el viajero, Ella misma hace de guía, establece como un hilo conductor a lo largo de la Ciudad con el que fácilmente nos va seduciendo y uniendo nuestros sentimientos, hasta fundirlos con los propios pensamientos de la Madre, invitándonos a vivir esa mística y espiritualidad impresa en toda la "Mística Ciudad". Su larga reflexión y profundas vivencias marianas, en Fr. Jesús calaron íntimamente, como en otros muchos lectores, hasta dejarle totalmente inmerso en esta maravillosa vida de María, piélago infinito de gracia y modelo más acabado de toda virtud, dibujada en el libro como la más purísima criatura de nuestro mundo.


MARÍA, EL IDEAL DE SU VIDA.


Si hemos hecho esta larga reflexión sobre este libro, de La Mística Ciudad de Dios, es porque queremos que se tenga en cuenta este camino luminoso de gracia, sobre el que Fr. Jesús hizo el proyecto de su vida, sabiendo que al lado de María iba seguro con Ella. Fr. Jesús entró en La Ciudad Mística para no salir, era su casa y la casa de la Madre, tenía derecho a estar allí, nadie podía sacarle de aquel lugar; sólo la muerte lo intentó, le arrebató la vida humana de sus manos, pero ésta desconocía que el libro místico y dorado lo llevaba Fr. Jesús escrito en el alma y el corazón, el que nadie podía destruir. Cuando pasó a la "divina y mística morada", el libro fue la llave que le abrió la puerta de la casa santa del Padre.

Por eso hizo de este libro auténtico seguimiento, el camino ideal y fundamental de su espiritualidad. Él no leyó este libro como otro cualquiera, le hizo suyo, le creyó, le vivió, se metió en él; le encarnó en su propia existencia, haciéndole viva realidad, con fuerza reveladora de palabra de vida y santidad, fue para él como un sacramento de unión espiritual, o comunión vivificadora que le unía a Cristo y a María en la mente, en el corazón, en la vida y en todo su ser; hasta dejar que el agua pura que bebía de él, se hiciera en él auténtica fuente clara y manantial de gracia. Nada de extraño el que le hiciera lectura continuada. Comenzó desde su profesión, y sólo la muerte le separó de él. Estaba en él su vida, su amor, su ideal sublime, el abismo portentoso de la gracia y santidad que le venía de Ella; era la llave dorada que le abrió la puerta santa para entrar en la existencia de Dios. Por eso, Fr. Jesús lo leía de rodillas, amándole, encarnándole: "si me olvido de ti Jerusalén, (Mística Ciudad) que se me paralice la mano derecha, que se me pegue la lengua al paladar, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías" (Sal. 137, 5).

Ser consecuentes es amar lo que se vive, por eso Fr. Jesús quedó totalmente atrapado en este libro, rezumante de belleza y espiritualidad mariana, le ponía en contacto directo con la Madre, había que leerlo continuamente, orando arrodillado, besándole con verdadera unción, ya que al leerlo saboreaba y regustaba el néctar purísimo, libado en la misma santidad de María. Para él, cada lectura era como una auténtica revelación del misterio mariano manifestado por Dios. En él bebía la Palabra llena de gracia que vivificaba y constituía su alimento santo, era el mana de vida y sustancial que rejuvenecía y perfeccionaba su alma. Se sentía atraído y como gravitado por esta corriente que le impulsaba a remar animoso, hasta llegar a la otra orilla, en ese mar infinito de Dios.

Para Fr. Jesús, contemplar las maravillas proclamadas en esta "Mística Ciudad de Dios", era como entrar en éxtasis de gracia y contemplación celeste. Cada vez que leía o escuchaba sobre la Virgen calificativos, proclamas y alabanzas como estas: "Morada de Dios", "Tabernáculo donde sólo Dios habita", "Fuente de las gracias", "Piedra angular", "Puerta cerrada, abierta sólo para Dios", El "cielo nuevo y la nueva tierra". "La Jerusalén celeste", "Ciudad de Dios", "Casa y templo de Dios", "Amada de Dios", "Complemento de Dios", "Lugar de la misericordia", "Templo de la gloria de Cristo" (N) y otros muchos atributos que se le aplican a María, eran para Fr. Jesús, ventanas abiertas del cielo por donde se entreveía la gloria divina reservada para los elegidos. Estas imágenes en la mente de un ferviente enamorado de la Virgen, crearían auténticos arrobamientos y raptos de amor. Sólo su humilde celda y la imagen de María fueron los testigo de estos bellos acontecimientos.

Ante todo esto, Fr. Jesús sintió que en la escucha de María se le había abierto el mundo misterioso de Dios, el mundo del amor infinito. Con la lectura de María comenzaba a penetrar en esos abismos de belleza eterna. La Virgen le estaba introduciendo en ese amor divino sin principio ni fin. Ella amorosamente, sin que él lo notara, había comenzado ya la obra de santificación, para llevarle a ese "fin sin fin". Esta era una gracia especial adquirida por su intercesión ante la presencia de Dios. Era claro y manifiesto el milagro de la bondad que la Madre realizaba por el humilde siervo, que escuchaba dando gracias por los privilegios que le concedía la Virgen María, la Madre.


La Palabra santa nos hace santos.


¿Cómo no sentir ardiente deseo de leer todos los días este libro? Visto desde aquí se explica por qué Fr. Jesús hizo de esta "Ciudad Mística" (libro), la auténtica profecía de su vida, su itinerario místico-profético, la escatología de su existencia. Porque se transformó para él, en la fiel revelación de la Virgen a su pobre alma, pues en él encontró lo que tanto anhelaba: la MADRE, la "predilecta de Dios", "el reino inmaculado de la pureza", la "llena de Dios", la "agraciada María", donde está la "suma perfección", adornada con el regalo del amor más entrañable que Dios puede manifestar a la criatura humana.

¿Cómo no iba a enaltecerse Fr. Jesús, si leyendo este libro, se sentía verdaderamente amado, con el mismo amor santo de esta purísima Madre? Es que él mismo al leerlo, se veía como acariciado y rodeado de ternura por la infinita delicadeza de tan alta perfección, la misma que abundaba en esa Madre Santa. De ahí, que para él fuera normal el entrar en vivos sentimientos celestes con la Madre, como el que entra en éxtasis de amor, del que no se quiere salir y sí eternizar. Y si ponía auténtico fervor en la lectura, era porque con ella inflamaba su espíritu y entraba en "estado místico de vida nueva". Más que hacer lectura espiritual, lo que hacía era una devota y ferviente eucaristía, en la que transfiguraba su mente, su cuerpo y su espíritu, en ardiente comunión espiritual con la Madre celeste.

Igualmente le encantaba y deleitaba el recordar los textos bíblicos, donde se celebran los títulos y excelencias que se le aplican a la Virgen, sacados de las Sagradas Escrituras y aplicados a María, donde aparece siempre Ella como la mujer interactiva, cual sinfonía bíblica que resuena en toda "La Ciudad Mística de Dios". Comprobaba él mismo cómo la providencia de Dios se realiza en la historia de la salvación. Y cómo Dios ha ido dejando señales y signos providentes de la Virgen, Madre del Mesías, a lo largo de la Sagrada Escritura, donde se la anuncia proféticamente, al igual que al Redentor, y se insinúa su colaboración en el plan de salvación.

Muchas veces comentaba esto con los hermanos, citaba textos y decía que para él todo era símbolo y profecía, que proclamaba a la Virgen centro de las maravillas y prodigios divinos que Dios había obrado y sigue realizando en Ella (N). La recordaba como la total y perfecta armonía de la naturaleza humana, como también de toda la creación (N). Y se le llenaban los labios de dulcísima miel, al igual que bailaban sus alegres ojos emocionados de contentos ante los títulos de: "sol de justicia", "espejo de la divinidad" para los hombres, de los que había sido constituida la "única mediadora", el "lugar de las delicias del creador", y elegida "tabernáculo de la Santísima Trinidad" (N).


Las victorias de la Madre
eran sus propias victorias.


El mismo Fr. Jesús decía que gozaba como un niño y disfrutaba espiritualmente, leyendo las victorias sobre los terribles combates que el Dragón infernal urdía contra la princesa del cielo, y cómo la Virgen María, inflamándose más en el "castísimo amor divino", salía victoriosa de todos los combates lanzados por las diversas legiones infernales (N). La victoria de la Virgen no sólo le llenaba de alegría, sino que le daba fuerzas para luchar contra las tentaciones del mal, al tiempo que sentía la presencia de la Madre que le ayudaba, para ser fiel al compromiso evangélico, como con sus votos, especialmente con el de castidad.

Realmente ese relato de los ángeles que hace la M. Ágreda, está lleno de una emoción incontenible, en ese combate por la primacía establecido entre el Príncipe de las tinieblas y la "Mujer elegida para Madre del Redentor", en el que triunfa la "muy pura", quien victoriosamente aplasta la cabeza del soberbio Lucifer, resarciendo la derrota del primer combate ganado con engañosa adulación, realizado en el paraíso frente a Eva, en quien estaba representada toda la humanidad, y por la que vino el pecado al mundo. Pero allí mismo, en aquel protoevangelio, se anunció la victoria de otra "mujer" que "aplastaría la cabeza del Leviatán, intentando morderle el talón" (Gen. 3, 15). La purísima Virgen María sería la que nos trajera esa victoria. Fr. Jesús espiritualizado y emocionado se complacía y daba gracias a Dios y a la Virgen santísima, por esa triunfal victoria en la que también vencimos todos.

La vida real y completa de la Virgen, contada de esta forma historiada, como lo hace La Mística Ciudad de Dios, creaba en Fr. Jesús un total impulso de fervor espiritual, que penetraba en su interior, con fervientes deseos de hacer suyos esos vivos sentimientos y virtudes de la Virgen María, "la muy pura y santa Señora" (N), la que le ganó todo el corazón al contemplar aquella santa hermosura, llena de bondades y unida totalmente a Dios; a ese Padre celeste que Ella ama con un amor que sobrepasa todo lo humano, viviendo enteramente para hacer la voluntad del Altísimo.

Decía Fr. Jesús que cuando entraba en la Mística Ciudad de Dios, por la página que fuera, encontraba una armonía y belleza de vida espiritual tan portentosa y fascinante, que era como el dulce más exquisito en labios golosos que regustan la dulzura divina. Eran tantas las sorpresas que guardaban sus páginas, que por donde abriera le dejaban absorto y enajenado espiritualmente, porque parecía que era la misma Señora la que le contaba su vida. Y Fr. Jesús, cuando hablaba Ella, se transformaba, pues ya no era él, era Ella la que vivía en él.

Y lo que decía la Virgen para Fr. Jesús era un mandato, con más fuerza que el precepto. Aquello penetraba en su interior, quedaba grabado en lo más profundo de su ser, quería meterlo tan dentro de sí, que quedara pirograbado, como tallado a fuego, con realce, para que al palpar el relieve se estableciera resonancia con eco interminable, que fuera una bella melodía de la sinfonía santa creada por María. Quizá de esta forma, al repetir y contemplar esas imágenes de belleza espiritual, meditándolas una y otra vez, viviéndolas desde el interior, lograría que se hicieran encarnación diminutiva en su existencia; así darían el fruto de una entregada y verdadera filiación. Esta es la razón de la continuada lectura de esta obra, de la que quedó totalmente enamorado y quiso hacer de ella el itinerario de su vida espiritual, el vade mecum que marcara los caminos de su vida de perfección.

Para un huérfano que vive ansiando la maternidad, ya que al no conocer a la madre, en su ausencia la valora aún más, Fr. Jesús había encontrado la verdadera Madre que no defrauda. Sin duda que esta es la razón de donde arrancan y comienzan sus primeros contactos de auténtica filiación, como también, donde comienza a florecer la más bella y preciada flor, de esa devoción tan especial hacia la Madre, de la que terminará haciendo el verdadero centro de su vida espiritual. La Madre será para él la fuente de gracia, donde cada día beba la riqueza de Dios, cual agua pura, limpia y santa que rejuvenece su vida, que espiritualiza y deifica toda su existencia. Fr. Jesús la tomó hasta con verdadera pasión, porque quería tener y estar siempre dentro de ese mar infinito de la Madre. "Amar a la Madre, es amarse asimismo. La Madre es el origen de la vida y la Vida nos ha venido por Ella" (N).



LA MADRE.
CENTRO ESPIRITUAL DE SU VIDA.


En la espiritualidad de Fr. Jesús la palabra Madre, como hemos visto, tenía para él un significado distinto y especial. Decía Madre a la Virgen María, sintiéndose hijo y amado de Ella, y lo decía con toda su alma, sabiendo bien lo que decía. Se sentía dichoso y feliz cuando hablaba de Ella, o se emocionaba proclamando la palabra María, como un evangelio de gracia. Y es que había algo en él que le transformaba auténticamente en otra persona. Con sólo invocarla, entraba en ambiente de ternura, de dulzura, de benignidad, de profunda piedad, se producía en él un enternecimiento amoroso sin igual. Por eso, decía con muchísima frecuencia: ¡Madre mía! Al tiempo que creaba en su interior ese espacio de amor fiel desbordante, incontenible, arrasador. Ella era como su mismo "yo", estaba como poseído de Ella. Y todo esto era tan visible que le salía por los ojos, los labios, la cara, el corazón y toda su figura. Lo veíamos todos y se notaba en su exterior. Tampoco él lo disimulaba.

El hecho de su orfandad, hizo que naciera y madurara más aprisa la Maternidad de la Virgen. De ahí que la palabra clave en su vida y su espiritualidad era: LA MADRE. Sin Ella se sentía pobre, débil, indigente, desafortunado. Era una necesitad vital para él acudir a la Virgen y ponerse bajo la protección y amparo de la Madre del cielo. Todos los anhelados besos, abrazos, caricias, mimos, consuelos y ternuras que nunca recibió de la madre terrena, los transformó en miradas, plegarias, deseos y actos de fidelidad, para la figura de la Virgen María. De ahí que para Fr. Jesús sólo hubiera una Madre: La Madre del Cielo, la Virgen María.

Comentando esto mismo Mons. Ricardo Blázquez en el testimonio que hace sobre Fr. Jesús, dice: "Relacionaba la lectura asidua de La Mística Ciudad de Dios con el hecho de que no había conocido a su madre. Cuando quería, de alguna manera, justificar el que acudiera todos los días a este extensísimo libro sobre la Virgen María, decía extendiendo las manos en un gesto muy expresivo y personal suyo: "¡Es que es la Madre! Sabe, yo no conocí a mi madre". En María, presentada en el relato abundante y piadoso de La Mística Ciudad, encontraba como fundidas en una sola a la madre de la tierra y a la Madre del cielo" (N).


Una espiritualidad que crece.


Es verdad que comenzó desde niño esta espiritualidad de María, pero fue creciendo en él esa verdadera devoción a la Virgen María hasta trasformar su vida y hacer de él un verdadero paladín de la Madre, que le convertía en un auténtico caballero y juglar de la Virgen María (N).

Esta idea de la Madre iba tomando la fuerza poderosa que sería la que dominase todo su ideal, como dominará toda su vida humana y religiosa, llegando a constituirse en centro de su vida el punto de mira y referencia. La sola palabra: Madre, le evocaba en su interior todo lo más santo, puro, glorioso y divino. De ahí que construyera una espiritualidad apasionada sobre la Madre. La Madre para él era la fuerza y el origen de toda su vida interior. Ella es la que le llevaba seguro y constantemente a Dios, la que le llenaba cada día de presencias santas, de sentimientos filiales, de sabiduría y conocimiento de Dios, lo mismo que de integridad, de gracia y de perseverancia. Para él, "María era la Palabra hecha gracia y oración ante el Padre" (N), que le hacía posible la amistad santa con Dios.

Solía decir con frecuencia: nuestra Madre la Virgen María. Y cuando hablaba de la "Virgen Santísima", ponía todo el corazón. El sólo pronunciar el nombre de Madre, le llenaba su mente y su corazón de consolaciones vivificantes, le hacía entrar en otra dimensión, como el que habita en la "tierra nueva prometida", donde todo es abismo de misterio y santidad deificante. Si sonreía relamiéndose los labios cuando la decía Madre, era porque hablaba su corazón, todo lleno de amor gozoso por la Madre. En Ella se sentía seguro, feliz, igual que tierno niño acariciado por la madre. La invocaba con verdadero fervor, porque Ella sacralizaba su existencia, llenándola de constantes vivencias espirituales, que para él eran sacramentos de unión y amor con la Madre.

En sus devociones, cada día ante la Madre, abría su corazón como una respuesta humana en profundidad de fiel oración, siempre en busca de la transparencia divina, en la que afloraban las energías maternales y purísimas de esa devoción a la Virgen María. Ella proyectaba sobre su pobre humanidad la luz de la gracia como misterio santificador.

De esta forma iba trasformando su vida, haciendo de su humilde barro una vasija nueva. Ante su imagen, más que dirigirle oraciones, le entregaba su vida entera para que hiciera de ella una real encarnación de otro nuevo Cristo. Sus ruegos y plegarias eran para que Ella le purificara su existencia, haciendo de su hombre viejo una nueva creación, un autentico hijo de Dios, a la par que también hijo fiel de María, la Madre, donde naciera y resucitara la santidad y la gracia ganada por Cristo. "El hecho de que esta gracia le llevase a Dios, suponía cada vez más, el necesario crecimiento en él de una realidad interior renovada" (N).

Nada le hacía sentir la presencia de Dios como el sentir la mirada y la ternura en esa presencia constante de la Madre. Eso le daba firmeza y bondad, gozo y seguridad, le modelaba el corazón y el espíritu, llenándole de fidelidad y transparencia divina. Algo actuaba en él como una fuerza venida de lo alto, como una luz que brilla segura sobre el camino de la filiación, purificando su espíritu en clara trascendencia, haciendo que en su humanidad y persona, se restituyera la imagen prístina creada por Dios, al tiempo que moría la del hombre débil y pecador. Ante la imagen de la Virgen se sentía otro, le crecía la bondad, la virtud y la vida en gracia, él mismo se volvía imagen integradora de la humanidad de Cristo, reflejado en María.


Para Fr. Jesús sólo había una Madre.


La maternidad de la Virgen María entró en su vida con la fuerza impetuosa y arrasadora de total dominio. Era algo muy deseado por él. Lo buscaba con vivos deseos, no sólo por convencimiento espiritual, sino también por sentimiento y consuelo humano. Era tan tangible y visible en él, que se hacía palabra incontenible proclamada ante sus oyentes; Iglesia viva "donde se entrevé que María es la Madre en la que confluye la Iglesia después de Cristo" (N).

En todas sus conversaciones no podía faltar la referencia de la Madre. Era como una ardiente necesidad, como una urgencia, como un evangelio que hay que predicarle ya, hacerle vivo, sentido físicamente, cantado, proclamado, gritado a todo pulmón, hasta entrar en ternura de amor, en dulzura de corazón, en lágrimas incontenibles que testimoniaran la verdad, la auténtica y viva maternidad que habitaba en su persona. "En María, presentada en el relato abundante y piadoso de La Mística Ciudad, encontraba como fundidas en una sola a la madre de la tierra y a la Madre del cielo", dice Mons. Ricardo Blázquez (N).

Queriendo imitar a María, él también se hizo esclavo de la Virgen, servidor perpetuo, porque quería enteramente ser hijo de María y parecerse a Ella, pues de esta forma -decía él- "Ella se compadecerá de mí, hasta alzarme a esa vida y pureza, de la que Ella es "gracia plena". Con su fiel esclavitud, entraba en inmenso gozo y ante Ella sentía la santa alegría de la "vida nueva", pues Ella ponía en su corazón consuelos y alegrías que secaban las lágrimas de ese tiempo de olvido o infidelidad. De esta forma, con su entrega de esclavo y su adhesión de fe, universalizaba el valor espiritual de su fiat por la Madre. Ahora era él, tratando de imitarla, el que decía a María: que se haga en mí lo que tú quieres. Aquí está tu esclavo, tu humilde siervo.

Sin que se diera cuenta, su fuerte vivencia sobre la Madre, fue transformándole no sólo su vida, sino que fue creando en él un lenguaje espiritual sencillo y teológico, con el que expresaba conceptos sobre la Madre que a todos nos hacían reflexionar. "Dios ha hecho a nuestra Madre del cielo la criatura más pura y más santa. En Ella ha puesto toda la belleza reunida que está distribuida en las demás criaturas, como ha puesto todas las perfecciones divinas, angelicales y humanas, creando en Ella la belleza más sublime que embelesa a todas las criaturas terrenas y angelicales. Dios nos ha mostrado en la Madre la nueva criatura, totalmente deificada, lo que un día seremos nosotros. Ella es el milagro más visible del Dios-con-nosotros" (N).

Cuando uno está lleno de estos pensamientos puros y santos sobre la Madre celeste, como lo estaba él, no sólo aflora el fruto en el corazón, la mente y el alma entera, sino que sale a los labios hablando palabras que reflejan gracia y sabiduría divina.

Si acudían muchos a él porque les gustaba que les hablara sobre la Madre, era porque en su espontaneidad reflejaba la sabiduría que sobre la Madre había acumulado en sus lecturas, meditaciones y muchas reflexiones sobre la Madre. En su silencio de mistagogo, imitaba a la Virgen Madre "que guardaba las palabras de su Hijo meditándolas en su corazón" (Lc. 2, 51). También Fr. Jesús guardaba en su corazón este gran tesoro espiritual sobre la Madre, como el que ha encontrado la perla más preciosa de la que habla el Evangelio. Monseñor. Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid, contaba, hablando de él que: "Manifestaba Fr. Jesús un amor tan acendrado, tierno, dulce, hondo y afectuoso a la Virgen María Madre de Dios y Madre nuestra, que desde el espíritu desbordaba a lo corporal. Al gesto de las manos extendidas unía a veces otro muy expresivo: Se relamía los labios y paladeaba como quien encontraba gusto y dulzura al pronunciar el nombre de María, de la Madre" (N).

Cuando este hombre hablaba de la Madre, lo hacía espiritualmente enfervorizado, como el que está poseído de la verdad, le salían las palabras de lo profundo de su ser, por eso elevaba la voz y gritaba con fuerza la verdad que poseía. Esto era tan propio en él, que era como el mismo aroma de la gracia que habitaba en su interior y salía al exterior, tal vez, era un don especial concedido por la Madre. Por eso su palabra se hacía proclama y evangelio. Hablaba de la Virgen hasta emocionarse y gritar, como gran predicador y profeta de la Madre, queriendo excitar al oyente a seguirla y amarla. Él mismo se hacía palabra viva en el santuario de María, se convertía en sacerdote y celebrante de un gran misterio de amor. Transformaba aquel espacio en santuario de oración y tiempo de comunión con la Madre, haciendo patente su mística y espiritualidad del desasimiento.

Y si terminaba llorando era porque no podía contener el gozo inmenso que recibía de la Madre, exponiendo aquellos pensamientos de la que es "toda hermosa, santa y Madre nuestra". La presencia y la gracia de Dios era más fuerte y más deliciosa que el pobre amor de su corazón; éste, como en acción de gracias, le ofrecía las perlas de su alma: sus lágrimas. Solamente quien ha experimentado la dulzura de Dios en el regazo de la Madre, puede llorar y hablar en esos términos de amor y pasión. Sólo los santos saben llegar y entrar en ese ambiente de belleza espiritual, que ilumina toda su alma y sus ojos, para ver más presente a Dios, en ese éxtasis de felicidad al que llega el enamorado, con amor de verdadero amante.

Quizá esto pueda sonar al lector a una elogiosa alabanza sobre este religioso, pero los que le conocimos sabemos que sobrepasaba esta realidad. Aún viven muchos de los que intimaron y escucharon sus diálogos espirituales, que confirman nuestras palabras. "Todos los sentidos, dice Monseñor Ricardo Blázquez, pueden ayudarnos al encuentro con Dios: Como luz para los ojos, palabra para los oídos, suavidad al tacto, perfume al olfato, dulzura al paladar. El amor a la Virgen inundaba el corazón del hermano Jesús y se derramaba exteriormente" (N).

En realidad, todos los conocidos hablan elogiando aquella sencilla y clara teología, que les abría el corazón y les sentaba "a la mesa del amor", despertándoles el hambre de entrar en comunión con la Madre. Son muchas las personalidades que pasaban por el Santuario de Arenas de San Pedro, cuando él vivía. Todos al conocerle intimaron con él, algunos hasta le buscaban para escucharle con gusto, pues les encantaba aquel modo sencillo y ardiente con que hablaba de la Maternidad de la Virgen. Ellos mismos se admiraban de lo que decía y cómo lo decía. Por ser tan significativo, recordamos a Mons. Marcelo González, arzobispo Cardenal de Toledo entonces, que visitaba, frecuentemente, el Santuario de Arenas para descansar y hacer sus retiros espirituales. Les decía a los frailes que: "escucharle a él era escuchar a un santo enamorado de la Virgen". Y les hacía esta recomendación: "Cuidad de este fraile, que es un santo de pies a cabeza" (N).

No queremos dejar sin poner, al menos una pincelada, de quien tan fielmente le retrata espiritualmente, como lo hace Monseñor Ricardo Blázquez: "Fr. Jesús había trabajado mucho su forma de ser y de vivir; el sacrificio y la paciencia, mortificando lo que podía inclinarlo al mal, le habían vuelto muy afable y supremamente atento. No se puede decir que la suya fuera una especie de amabilidad innata y bonachona; fue fruto de una vida nueva regalada por Dios a su amigo que la deseaba vivamente; como signo fehaciente de esta voluntad se esforzaba sin cesar por cuidar el don recibido. Su nuevo modo de ser fue una gracia de Dios otorgada en medio de la lucha. No había en él rigorismo e intransigencia, sino comprensión y respeto de la intimidad de cada persona. Por ello, no juzgaba ni condenaba, sino se remitía al juicio de Dios infinitamente santo y bondadoso. Así como el orgulloso tiene el atrevimiento de plantarse ante Dios y exigirle la paga, de despreciar y condenar a los demás, el auténticamente humilde se acerca con confianza a Dios y con respeto a los hermanos. El amor de Dios, derramado en el corazón, hace a las personas hijos de Dios y hermanos de los hombres y mujeres. Se recupera en el contacto con Dios las relaciones humanas sin miedos ni intentos de dominar e instrumentalizar a los otros" (N).


IMITACIÓN Y COPIA DE VIRTUDES.


Cuando el viajero de La Mística Ciudad de Dios recorría absorto aquella celeste ciudad, todo le dejaba embelesado admirando tan portentosas maravillas. Pero sobre todo observó cómo aquella Ciudad estaba protegida por castillos y fortalezas que no sólo hacían inexpugnable la ciudad, sino que la adornaban de forma tal, que hacían de Ella la ciudad única. Los castillos llevaban los nombres de de todas las virtudes y dones a Ella concedidos.

Entrar en aquella ciudad no era sólo el deleitarse de sentir y tener pensamientos bellos sobre la Virgen, era mirarse en el espejo de la Madre para copiar los muchos dones, gracias y virtudes, que florecían en Ella. Poseer, imitar y copiar las maravillas que adornaban el bello jardín con que Dios había embellecido a su "Mística Ciudad", estableciendo en el viajero un anhelante estímulo, siempre deseoso de llegar a parecerse a la Madre, de tener su misma configuración, de ser un pequeño icono que proyectara su imagen fidedigna. Ese era su ideal constante y su lucha interna, por llegar a ser una réplica que se pareciera en algo, a la que siempre está "llena de gracias, dones y virtudes" (N); aunque sólo le bastase el saberse hijo de la Virgen Madre.

Los Santos Padres dicen que la maternidad constituye la principal razón por la que se le concedieron a María toda la plenitud de gracias, dones y virtudes que se le pueden conceder a una criatura humana. La Mística Ciudad de Dios presenta a María, como la elegida para el proyecto divino, enriquecida y llena de los dones del Espíritu Santo. Ella supera a todas las criaturas "porque está fundada sobre el monte santo"(Sal. 86, 1). De ahí que, desde el primer momento de su concepción, "María sea el prodigio y milagro de la omnipotencia divina, la armonía de Dios más próxima a la de su Hijo". "La nueva tierra donde la maternidad es la corona de la creación" (N).

El viajero se admiraba al ver que la misma belleza y gracia manifestada sobre el Hijo, se planeó en similitud de gracias, virtudes y dones sobre la Virgen Madre, proyectando Dios en María, todas las maravillas que encierra el cielo y la tierra (N). El viajero daba gracias a Dios por este prodigio salido de la mente divina, adornando a María con todas las bendiciones celestes que Dios ha puesto en Ella, dejando escrito, en esta mística Ciudad, un verdadero tratado sobre los dones, virtudes y gracias, concedidas a la Virgen María. Tanta importancia tiene, que ha sido y es muy estudiado y elogiado, en todos los tratados teológicos, místicos y de vida espiritual. Este es el origen y razón por la que Fr. Jesús, no sólo se admiraba, sino que como fiel devoto, quería copiar e imitar, en cuanto le fuera posible, estos dones y virtudes (N).


I. LOS DONES DE DIOS.


Lo que más llamaba la atención del viajero de la admirable ciudad era la bella arquitectura espiritual con la que está construida esta Mística Ciudad de Dios, donde todo resplandece porque se halla cimentado sobre los dones y hábitos infusos, con los que el Creador adornó a la Reina de la Ciudad, que fue siempre "Tota Pulchra", "Santa e Inmaculada", como convenía a la Madre del Redentor. Y entre la nobleza y perfección de dones, tal vez el de la sabiduría, sea el más sublime y necesario, como uno de los que más debían brillar en la Reina y Señora del cielo.


1º. La SABIDURÍA

Presencia y misterio de Dios en María.


Ya la Sagrada Escritura canta a la sabiduría, como la mayor riqueza venida de Dios, la que nos trae todos los bienes. Es imagen de Dios, que es la verdadera y única Sabiduría infinita, de la que participa la sabiduría humana. "El amor santo y puro entra por el conocimiento nobilísimo, por la fuerza de su bondad infinita y suavidad inexplicable; ya que como Dios es sabiduría y bondad, no sólo quiere ser amado con dulzura, sino también con sabiduría y ciencia de aquello que se ama" (N).

El viajero Fr. Jesús admiraba gozoso la sabiduría de la Virgen María. A Ella se le dio como don y regalo de Dios, por ser la "elegida" de Dios para Madre del Redentor. Se hacía lenguas de alabanzas ante los dones de la Virgen. "Nadie como Ella reflejaba la pura y santa sabiduría de la gracia", decía el viajero. El misterio de la sabiduría de Dios manifestado en María era para él la más fuerte y noble experiencia, que había recibido, desde que se sintió acompañado en su vida y rodeado de la presencia de la Madre.

"Los que no hemos estudiado ni sabemos las ciencias de la teología, decía, el saber y conocer es nuestra debilidad" (N). La sabiduría del pobre se desarrolla en la humildad, se fortalece y perfecciona en el silencio meditado de la oración y contemplación. Por eso los ojos de Fr. Jesús eran ricos en sabiduría, porque miraban con esa bondad de la Virgen. Eran todo ternura para el indigente, sonrisa para el pobre, consuelo para los enfermos y alivio para el necesitado. Sus ojos copiaban la sabiduría de la Virgen y se volvían ternura, bondad, servicio, sonrisa para todos. Miraban con misericordia a los que sufrían y lloraba con verdadero amor ante el dolor humano (N).

Su gran sabiduría aprendida en la Mística Ciudad, el viajero la desarrollaba en el servicio callado, en el trabajo para los demás, en la atención del que le solicitaba. Se multiplicaba en la sabiduría de hacer las cosas cada día con más esmero, de levantarse más temprano para preparar las cosas a los hermanos, de hacer felices a los religiosos, para que se encontraran a gusto en el Santuario y en la vida religiosa, sirviendo a Dios en la Iglesia y con obras evangélicas a los demás. Él se adelantaba siempre con la sabiduría del ejemplo, enfundado el primero con su pobre y limpio hábito franciscano, predicando sin palabras el franciscanismo como lo hizo Francisco de Asís. Todo esto lo veía y leía en la vida de la Madre.

Meditando la sabiduría de la Madre, consiguió que su humilde sabiduría se volviera palabra evangélica para todos los que venían a él. De ahí que cuando hablaba de María, la sabiduría de Dios se hacía en él viva, eficaz, reveladora, activa, casi siempre palabra santificadora, a veces sacramental. Su pobre sabiduría, nacida a los pies de la sabiduría de la Virgen, se volvía gran sabiduría, era la sabiduría de Dios que hablaba en el sencillo, por boca del que ha puesto su confianza en Él, dejando a Dios que crezca y actúe en su vida y persona.

El don de sabiduría para Fr. Jesús fue descubrir que no es más sabio el que sabe más, sino el que sabe vivir sabiamente la gracia de Dios. La sabiduría más importante para él era el saber de Dios, por eso él tenía hambre de conocer cosas de Dios. En María descubría mejor la sabiduría de Dios. A los que se creen sabios del mundo estando lejos de Dios, aún desconocen lo más importante, pues Dios los pone al descubierto su pobreza y gran ignorancia; mientras que a los sencillos e ignorados que no cuentan para el mundo, Dios los ensalza por la sabiduría de su humildad (Lc. 10, 21-22).

Un gran sabio, hace sabios a sus discípulos. Y Fr. Jesús, en la escuela espiritual de la sabiduría de la Virgen, se llenó de esa ciencia sabia de la gracia, que lleva a la belleza de la santidad a todos los que siguen las huellas de ese camino que conduce a Dios por María. El mismo Fr. Jesús decía, que leyendo La Mística Ciudad de Dios, participaba del espíritu de inteligencia que contiene la sabiduría de la Madre, con todas las virtudes que pudo darle el Altísimo (N). "Espíritu de sabiduría que es santo, multiplicado, sutil, agudo, limpio, cierto, suave, amador del bien, estable, seguro, todo lo alcanza y contiene" (Sab. 7, 23 ss.).

Cuando Fr. Jesús personalizaba su pobre sabiduría meditando el misterio de María, se sentía habitado y en posesión de esa sabiduría santa de Dios. Por eso él buscaba el silencio de la noche, porque era un espacio de silencio creador de verdadera elocuencia y sabiduría; se llenaba de diálogos, de oración y admiración, de presencias, de sabias experiencias del trascendente. Ahí aprendía, al igual que María, la verdadera teología que le llevaba a Dios, como se llenaba del amor apasionado que le salía cuando hablaba de la Madre. También era el espacio donde enriquecía su vida del sabio tesoro que hace rico al pobre y sabio al ignorante. Por eso, de cada oración, salía como Moisés, transformado y radiante, envuelto en el aura que Dios deja al que se acerca a Él (N).

A los que se interrogaban en vida de dónde sacaba o aprendía Fr. Jesús esa sabiduría y conocimientos de la Virgen, de Cristo y de Dios, aquí tienen la razón y el porqué: el fruto de la humilde sabiduría aprendida en la meditación y el silencio de Dios, junto a María, como respuesta de Dios a los sabios y entendidos de este mundo. Dios no habla nuestro lenguaje, pero ahí están las maravillas que ha creado y las obras que hablan por él. "Decidle a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan curados... y a los pobres se les anuncia la buena noticia" (Lc. 7, 22.; Mt. 11, 4-5).


2º. La Prudencia


Los maestros espirituales y los místicos, ven este don como fundamental y necesario para progresar en el camino de la santidad. El viajero de La Mística Ciudad de Dios, anhelaba alcanzar esa prudencia que se le atribuye a María, vivida en sumo grado por la Madre, como lo exigía la proporcionalidad de la dignidad de la persona. Por eso la Iglesia la proclama: "Virgen prudentísima" (N).

Fr. Jesús admiraba y ponderaba mucho este don de la Virgen María. Él hablaba de la suma prudencia que manifestó ante San José, durante toda su vida y de forma especial, cuando Dios la eligió para Madre del Verbo encarnado. Aquella actitud tan prudente y admirable, se constituyó en norma para él, en ejemplo a seguir y en espejo donde mirarse en el obrar de cada día. Tener un modelo como el de la Virgen María, le exigía mucho, pero era el ideal a seguir y la virtud que le ayudaría más en su vida.

Ser prudente ya califica a la persona. Fr. Jesús tanto en el convento como en su vida de apostolado, cuidaba el practicar la prudencia y la vida de recogimiento. Que nadie se sintiera decepcionado por su porte y sus formas, por sus palabras o conversaciones. Que en todo momento la prudencia fuera el ejemplo de su comportamiento religioso.

Sobre la prudencia de la Virgen, Fr. Jesús recordaba pasajes de la escritura leídos en La Mística Ciudad de Dios, que eran estimulantes, ya que eran como un epílogo y compendio de los dones y virtudes de la Virgen (N). Él decía que le encantaba leerlos, por la gran sabiduría que encerraba la prudencia de la Madre. Ya que al leerlos algo se pegará, decía, porque "con el santo te haces santo y con el perverso te perviertes" (Sal. 17, 26).

Por eso él, de la prudencia intentó reforzar su espíritu y hacer una verdadera espiritualidad. Tanto dentro del convento como fuera, su recogimiento era testimonio ejemplar; su compostura y su estética hablaban de su prudencia. Su esbelta figura ascética y penitente, predicaba prudencia y recogimiento, era una proclama y manifestación del que vive centrado en Dios. La gente decía a su paso, que su icono religioso, educaba la vista, trasmitía presencias de Dios, invitaba a la bondad, a la prudencia, a la armonía, a entrar en diálogo de oración con Dios, porque en él veían la figura del prudente en imagen espiritualizada.

Es verdad, que la obra externa no tiene valor propio, pero ella difunde hacia fuera la obra interior: la "fe verdadera" que vive la persona. Un santo nunca descuida la prudencia en la obra externa. El que busca la santidad la vive y la manifiesta en toda su persona. La falsa imitación de honestidad y prudencia nunca irradian la luz de la gracia, más bien, dejan vislumbrar los aleteos de la soberbia oculta. El verdadero prudente proclama con su vida la humildad, la sencillez, el temor, la mansedumbre, la paz interior junto con la auténtica presencia de Dios, que se vive internamente sin alardes ni gestos externos que lo proclamen.

El mismo Fr. Jesús decía que "la prudencia era una llave que abre muchas puertas". Ante el hombre prudente el mundo se transfigura. Y en la vida religiosa, la presencia y vivencia del prudente se vuelve sacramental, pues supone capacidad de abstracción de lo efímero y terreno, al tiempo que deja que le domine la noble purificación de la mente, abierta siempre a la bondad.

La batalla de la prudencia fue siempre una dura lucha en Fr. Jesús, ya que no siempre es fácil mantener el equilibrio de una auténtica prudencia. Su intento diario era hacer conscientemente de esta virtud una realidad espiritual que le hiciera coherente y diera sentido a su vida, al tiempo que le ayudara a vivir la experiencia de la fe, como la vivió la Virgen María, aprendida en la Palabra bíblica. "Hijo mío, si aceptas mis consejos, tendrás prudencia y sensatez… y alcanzarás el conocimiento de Dios" (Prov. 2, 1-4).

Fr. Jesús era consciente de sus arrebatos y de su fuerte genio, que constantemente brotaban de su condición natural. Aquí es donde libró batallas encarnizadas contra el enemigo, ya que éste nunca se da por vencido. Él mismo se daba cuenta de sus ímpetus y gestos espontáneos. Y frente a estos poderosos enemigos, él buscó y acudió a otra arma más poderosa que pudiera ayudarle a vencerlos. Mirándose en el espejo de la prudencia de la Virgen María, no sólo se dominó, sino que poco a poco fue educando el espíritu en ese intento de imitarla en esta virtud.

Los distraídos y críticos con su persona, pasaron desapercibidos de la titánica batalla que estaba librando sobre esta virtud, y de la que él salió vencedor. Pero muchos le vimos pasar muchas horas ante el sagrario y en oración, pacificando su espíritu, para moderar su temperamento hostil; como también imponerse castigos, sacrificios, penitencias y duras disciplinas, para que el "Señor estuviera de su lado y le librara de la trampa del malvado" (Prov. 3, 25-26. Sal. 124, 7).

Aquí es donde realmente está su mérito. No se le regaló nada. Fue obra de dominio, de voluntad, de empeño, de trabajo duro y de esforzado tesón de su persona. Había que dominar la fuerza de la naturaleza y sus brotes adversos. Para ser imitador de María y llegar a ser santo, tenía que dominar y ser de verdad prudente, juicioso, maduro y sensato. Por eso él lo tomó muy en serio y no paró hasta lograrlo. "¡Cuánto me ha ayudado la Virgen María en esta virtud!" decía. Sus años de madurez, fueron reflejo de una batalla ganada y vivida en total conversión, viviéndola con suma prudencia y amabilidad, como reflejo del que se ha mirado mucho en el espejo de la que es Madre prudentísima.


3º. La Fortaleza y la Templanza


Tanto la fortaleza como la templanza, fueron para Fr. Jesús acicates de continuo estímulo, para no decaer en su vocación, ni en su fe, ni en su vida espiritual. Él necesitaba mucho de ambos dones, ya que su naturaleza impetuosa, como su ardiente apasionamiento, podían desequilibrar sus buenos deseos. Ante algunas contrariedades de la vida, reversos del trabajo, o confusiones de los acontecimientos diarios, el hermano Jesús sufría y se afligía ante estas contrariedades. Y para que en estas ocasione no se sintieran heridos sus nervios, ni entrara la niebla que hace opaca la claridad de la razón, solía invocar la ayuda en la oración: "Dame la fortaleza y la templanza, Señor, para imitar a la Virgen". Hay que pedir mucho al Señor estas virtudes, nos decía, porque dan claridad para vencer y ver mejor a Dios.

La Virgen María también necesitó mucho de la fortaleza y la templanza, especialmente en aquellos momentos que atañen al dolor de la pasión y muerte del Hijo amado. María, apoyada en estas virtudes con la gracia del cielo, pudo soportar "la gran Señora, constante, inmóvil, las olas impetuosas de los dolores, que entraban hasta lo más íntimo de su castísimo corazón" (N). Este modelo de fortaleza era el que a Fr. Jesús le llenaba su espíritu de aliento y firmeza, para aceptar las angustias, las contrariedades, los desconsuelos y sufrimientos que nuca le faltaron.

Cuando llegaban esos momentos desequilibrantes de su espíritu, Fr. Jesús aprendió la lección de la Virgen María para contrarrestar estas situaciones. Cuando alguna vez se impacientaba, o no le salían las cosas del trabajo como quería, el recurso y la lección aprendida que le daba resultado era dejarlo todo y marcharse a la capilla. Allí, ante el Señor, en estático silencio, recuperaba su fortaleza y su templanza. Sólo haciendo una profunda oración, sosegaba, pacificaba su alma, recuperaba las luces del espíritu. Allí veía claro cuál debía ser su comportamiento. Después volvía serenado a su trabajo. Él decía, que esto le servía como llamadas de atención que le hacía la Virgen para estar más centrado en la presencia del Señor.

La oración para él era el lugar de encuentro, donde su alma se serenaba y se abría directamente a Dios. Absorto en sí mismo, hecho un cosmos de concentración, pasaba las horas de rodillas esperando que el Señor llenara de luces, gracia y fortaleza su pobre vida. Acudía allí como el pobre enfermo acude al médico para que le sane y corte los brotes malignos. Era una auténtica oración de silencio, en actitud de espera, en súplica de compasión, en apertura a la bondad, a la fortaleza que purifica el alma, y a la dignidad de la templanza que engendra gracia.

La regla que no fallaba era mirarse en el espejo de los dones y virtudes de la Madre, pues allí siempre encontraba respuestas para su modo de proceder. La suavidad y fortaleza que hace crecer la magnanimidad de la persona (Pro. 31, 25.; Sab. 8, 1), es lo que deseaba para él. Cuando llegaba el sufrimiento, recordaba los muchos padecimientos por los que pasó la Virgen Madre. Ella no pidió a Dios que se los quitara, sino fortaleza para sobrellevarlos. Ante la pobreza, las persecuciones, las contrariedades, Ella permaneció en doloroso silencio, mostrando su fortaleza de espíritu, repitiendo una vez más su fiat de servicio (N). Por eso, Fr. Jesús leía una y muchas veces estos pasajes de la Virgen, ya que al hacerlo, sentía renovado su espíritu y recuperado el don de la fortaleza y la templanza.

Como humano que era y sabiendo que tenía los pies en la tierra, era consciente de sus limitaciones y debilidades, que podían hacerle perder la gracia de Dios, motivo por el que pedía a Dios esa honesta templanza, para que controlara su espíritu, frente a las tentaciones y peligros. Él hablaba con frecuencia sobre las batallas y terribles tentaciones del infernal Dragón, en las que quería destruir la pureza y la gracia de la Virgen María. Pero aquella fortaleza y templanza de la Virgen aplastó siempre al enemigo infernal, haciendo que la gracia de Dios brillara más. Estos ejemplos no sólo le estimulaban, sino que le hacían fuerte y llenaban su espíritu de santa fortaleza unida a la templanza. En los testimonios de su biografía, son muchos los que dicen que era visible esta presencia de Dios y la Virgen en él.

La gracia nos llena de paz y nos viene como un don que ilumina nuestra vida. Ni la fortaleza ni la templanza son epifanías de Dios, pero son claras diafanías de la gracia, como son proximidad a la manifestación y cercanía de Dios. A María estos dones, decía él, la llenaban de iluminación divina, de paz y de tranquilidad hasta rezumar su alma viva presencia amorosa de Dios (N). La paz que calma y serena el alma, era lo que deseaba y buscaba en cada encuentro con la Madre. Cada lectura le sabía a pan más rico, porque estaba cocido en el hogar de la Madre.

Todo esto formó en él un espíritu de finura espiritual, de cortesía, de cordialidad y diafanidad, aprendidos a los pies de la Virgen, su moderadora, que le hacían tan agradable y atractivo aquellos encuentros en La Mística Ciudad de Dios, que crearon en él auténticas virtudes, dando como resultado un don de gentes, al que él trató siempre de ser fiel y saber corresponder. Algunos decían, que era tan palpable la presencia de Dios en él, que la vivía como un sacramento, pues ella era la que le mantenía en continua unión con Dios, estando presente la Virgen99.
99–En los testimonios de su biografía son muchos los que dicen que era visible en él esta presencia de Dios al igual que la de la Virgen.


II. LAS VIRTUDES.


El viajero dice que la belleza más sublime contemplada en la Mística Ciudad, la que le llenaba los ojos de la infinita belleza celeste, estaba concentrada en las múltiples y edificantes virtudes que orlaban la imagen de la Madre. Brillaban en Ella con luz propia. Trasmitían destellos celestes. El sólo mirarlas era llenarse del infinito placer que llena de paz y de gracia el alma. Sólo el Jardinero Divino pudo plantar tan bellas rosas. Eran pura seducción, imán para los ojos y el corazón.

Al hablar de las virtudes en La Mística Ciudad de Dios, el viajero descubre que la autora "concibe la vida como un hábito que adorna y ennoblece el estrato racional de la criatura, y la inclina al bien obrar. Le llama "hábito" porque es una cualidad permanente difícil de separar de las buenas inclinaciones…siendo indiferente para el bien o el mal" (N).

El tema de las virtudes está muy tratado por todos los maestros espirituales y la mística en general. Por la suma importancia que tiene para la vida cristiana y espiritual, la Iglesia tiene estudios y tratados especiales dedicados al conocimiento de las virtudes. El Evangelio las presenta como fundamento de vida para llegar a la santidad. Cristo las predicó de muchas formas, elevando a los que las practican a la categoría de dichosos y bienaventurados. San Francisco de Asís quería que fuera "la sabiduría con la santa pureza y sencillez, con su hermana la santa humildad; la caridad con su hermana la santa obediencia", lo que adornara la vida del religioso (N).

Por la importancia que tienen en la vida de Fr. Jesús, nosotros las recordamos para conocer mejor, cómo las vivió este religioso y cuánto le ayudaron en su camino de perfección, al igual que transformaron su vida, marcando en él un camino de espiritualidad y perfección, que le llevó a vivir la gracia y la santidad cristiana.

Mediante las virtudes, el hombre es llevado suavemente a la fiel benevolencia de Dios, a la perfección y la santidad, introduciéndole en la esfera de lo divino. La aspiración del hombre a la perfección siempre viene de Dios. El camino más seguro para llegar a Él son las virtudes. Las más importantes son las teologales.


VIRTUDES TEOLOGALES.

1º. LA FE.


Toda la Mística Ciudad es una proclama de fe. El viajero dice que "la fe que resplandece en ella, es uno de los mayores himno que la humanidad ha escuchado". "Es la sinfonía cósmica más bella que proclama la fe". Hasta el Altísimo creando Él mismo esta sinfonía quedó atrapado de amor en María y en Ella puso su morada.

Esta fe ha quedado como fundamento del creyente. Ella es la adhesión y acercamiento a Dios en quien se deposita la confianza. Al que la busca, Dios responde con su gracia. La gracia es el don de la vida y presencia de Dios, por la que nos hacemos hijos suyos, en Cristo resucitado y herederos del cielo. Con la fe el hombre recupera la vida perdida por el pecado y entra en diálogo con Dios, no con palabras, sino con signos y señales de existencia. De esta forma, el hombre, se siente unido y enteramente en comunión con Dios.

La fe de Fr. Jesús fue un proceso que comenzó en su niñez, y se fue realizado y creciendo a lo largo de su vida. Cuando comenzó su vida religiosa, la fe echó raíces en profundidad, para sostener el árbol edificicante de su vida y el compromiso con Dios. La fe durante este proceso, fue un diario camino de lucha, perseverancia y conversión, en ese intento de acercamiento, de búsqueda de perfección, que le llevará a la unión sobrenatural con Dios, a la santidad total.

Y en ese intento de profundizar en la fe, el viajero de La Mística Ciudad de Dios descubrió el proceso de fe que en él realizó la Virgen María. En Ella encontró el verdadero modelo que él buscaba. Por eso acudirá constantemente a mirarse en la fe de María, para asemejarse enteramente a la vida y fe de la que es modelo de creyentes que engendra y da fe a los miembros de la Iglesia (N).

En esta Ciudad descubrió a María como la mujer creyente, a la que el mismo cielo le dice: "Dichosa y feliz tú porque has creído" (Lc. 1, 45). Esto le sonaba a revelación, a constatación de promesas cumplidas.

El viajero se decía: "el premio de la fe de la Madre puede ser también mi premio. Imitando esa fe, un día también se pronunciaría para mí ese evangelio, y podré formar parte del grupo de los creyentes que encabeza la Virgen María", a la que siguen los Apóstoles, los mártires, los santos y bienaventurados, que forman el cortejo celeste, y en la tierra la gran asamblea de la Iglesia, viviendo y formando para siempre el Reino de Dios.

"Su fe en la historia de la salvación, es única e indispensable", dice Juan Pablo II (N). La fe que vivió la Virgen María, era para Fr. Jesús continuo motivo de meditación. Hablaba siempre admirado y lleno de gozo recordando los principales momentos de la fe de la Virgen María. La suya era una fe silenciosa, premiada por el anuncio del Ángel; fe de entrega y servicio; una fe callada ante el misterio; después, más profunda ante el dolor; la fe de la hora terrible del calvario –frase que Fr. Jesús repetía mucho-, la fe de la desolación y la amargura; la fe que sostiene a los Apóstoles asustados y vacilantes, la fiel y auténtica fe, en aquel momento de la muerte, cuando todo era miedo, temor y confusión (N), Ella sola representa a toda la Iglesia Aquella fe inquebrantable de esa pura criatura, ejemplar y testimonial; aquella fe era la que Fr. Jesús quería imitar, asemejarse al fiel modelo.

Por eso, cuando hablaba de la fe de la Madre se convertía en otra persona, se transformaba en profeta y taumaturgo de ella. Le salían las dotes de gran predicador, le brotaban las palabras con la fuerza del amor que tenía acumulado para proclamarlo a favor de Ella. Había que gritarlas, decirlas con suspiros y gemidos, como el que lo vive y sufre en carne viva, predicarlas hasta con llanto, porque no hay palabras que expresen esa fe y ese amor de entrega de esa purísima criatura, la Virgen María, nuestra Madre. Eran las suyas palabras heridas por el dolor y pruebas que Ella tuvo que pasar, y que a él le dolían más que padecidas en su misma carne. Por eso repetía muchas veces: ¡La fe de la Madre en la terrible hora! ¡Esa sí que era fe! ¡Quién pudiera tener e imitar esa fe!

Sobre estos cimientos levantó los pilares que sostenían la fe de su casa. Su vida entera será vivir en profundidad lo que ha aprendido de Cristo junto a la Madre. Toda su vida religiosa será después una respuesta de fe, de seguimiento y de fidelidad. El silencio, la oración, el recogimiento, la mortificación, el trabajo con todas sus ocupaciones, serán vivencias de fe, de quien sabe que está viviendo la filiación divina, que está integrado en la unión del Espíritu Santo e inhabitado por la Santísima Trinidad. La experiencia de su fe le fue transformando en el hombre nuevo anclado en Dios. Cada día para él será crecer hasta la total transformación del verdadero hijo de Dios (I Jn. 3, 1).

Y cuando se nos anuncia, no sólo con palabra, sino con vida sacramental, que somos hijos de Dios, integrados en la filiación divina, comienza la vida a tener otro sentido, otro valor y esperanza, el sentido de saber que formamos parte de Dios, que estamos integrados en Él. "Aún no somos Dios, pero Dios está en nosotros" (N). Fr. Jesús tenía el pleno convencimiento de que toda su vida estaba en Dios. Quizá el inconmovible optimismo cristiano se sienta frenado por la realidad, pero el Hermano Jesús vivía seguro y estaba convencido, que estaba llamado a formar esa filiación y unidad con Dios (I. Jn. 3, 1). Era una experiencia adquirida en silencio meditado junto a la Madre.

El empeño de su fe era vivirla en comunidad, proyectarla al mundo como una comunidad de fe. Hacer de este mundo una relación comunitaria en la que nos abrace y una la fe, la fraternidad, el amor. Cuanto más se comunique la fe, la fraternidad y el amor, más se entrará en esa comunión con el otro, formando una unidad, pues de esa forma tanto más vivimos y nos asemejamos a Dios. El amor al hermano es la prueba de nuestra fe. Porque esa fe, se hace viva, real, sincera, evangélica y es la que nos confirma en la verdad. La fe hecha amor en el hermano, es certeza de que Dios nos ama y está en nosotros. De esta forma permitimos que Dios se humanice, viva entre nosotros, se haga realidad el evangelio del Dios-con-nosotros.

San Pablo dice que "la fe es un anticipo de lo que se espera y prueba de realidades que aún no se ven" (Heb. 11, 1,-). Este era el sentido que daba a su vida espiritual, y el que le hacía tener sus experiencias místicas. Fr. Jesús buscaba a Dios en todas las cosas. Le experimentaba en la intimidad, en el silencio, en el diálogo místico, con el hermano, cuando hablaba de la Madre, o cuando estaba simplemente junto al pobre o el hermano.

Hablando al estilo de San Juan, de él se podía decir: Dios estaba allí y él estaba junto a Dios; la presencia de Dios se autogeneraba en su vivencia. La forma de ser de Fr. Jesús daba origen a una nueva encarnación. Algo había en él que hacía palpable la presencia del Espíritu. Tanto su figura, como su actitud de fe y vivencia, creaban una atmósfera visible del misterio, donde el diálogo o el silencio religioso, se hacía elocuente palabra de fe, momento teológico, pura vivencia del trascendente. Él mismo enseguida creaba o entraba en diálogo amoroso, entrando en mágica epifanía. No se vieron éxtasis, ni arrobamientos o raptos en él, pero sí había en él, una realidad tangible de estar en Dios.

De cara al exterior, su predicamento de fe lo proclamaban las obras. Estas son las que no mienten, las que dan testimonio y demuestran cuál es nuestra fe, pues "la fe sin obras, no es fe, es de suyo muerta" (St. 2, 17), nos dice el Apóstol Santiago. Atendiendo al pobre o proporcionándole lo que necesitaba; visitando al enfermo y llevándole consuelos espirituales; arreglando la casita del pobre, o poniéndole servicios, luz, agua o cocina, su fe se hacía caritativa, mano providente de Dios, que no tiene nómina ni emolumento. Esta fe evangélica, predicada en el silencio, huyendo del figurar, "sin que se entere la mano derecha de lo que hace la izquierda" (Mt. 6, 3). Esa es la que llenaba su vida de auténtica fe, al tiempo que llenaba su existencia humana de gozo, de gracia, de santidad y de viva imagen de Dios.

Nos llevaría muy lejos este apartado de su fe. Saber que mantuvo siempre su espíritu en tensión, en búsqueda y avidez de Dios, mirando siempre al Infinito de gracia, moviéndose bajo la acción del amor-caridad, actuando en constante deseo de perfección, en experiencia de relación deificante, entregando su vida al servicio, manteniendo sus ojos abiertos a la revelación de Dios, como viviéndole en los ritos sacramentales, en absorta relación con Dios; todo ello nos da idea del alcance y dimensión de la fe de este religioso.

A un santo no se le puede encerrar en unos breves pensamientos, pues hay en su vida exuberancia colmada de testimonios de bondad, de acontecimientos de obras ágiles al bien, espontaneidad de gozos y alegrías, de vibraciones sobrenaturales, de encuentros y experiencias llenas de gracia y vida sobrenatural, todas dignas de tenerse en cuenta. El santo es siempre "reflejo de la luz eterna, espejo nítido donde se proyecta Dios e imagen de su bondad" (Sab. 7, 26).


2º. La Esperanza.


Toda la ciudad de Dios es un canto a la esperanza, en Ella se vive y se palpa la esperanza, decía el viajero. La misma Señora es una constante invitación a vivir la esperanza. "Estad dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida una explicación" (I, Ped. 3, 15-16). Esta era la consigna del hermano Jesús: estar preparado, dar razón de lo que se cree, ser testigo de la esperanza. La esperanza es la que da nuevos impulsos a la vida. La que está inserta en el corazón de todo hombre, ya que sin ella la vida tendría poco o ningún sentido. La vida está abierta al futuro, que es siempre de esperanza.

Este podía ser el pórtico que abriera la vida de su esperanza, la que nuestro hermano vivió en gozo y alegría franciscana. Todos vivimos la esperanza, aunque el santo la vive con más intensidad, porque él adelanta el tiempo y comienza a vivir las realidades futuras. La esperanza, como la fe y la caridad, son virtudes que van unidas entre sí, y "el que vive una, las practica todas, mientras que ninguna posee el que carece de alguna" (N). Con estas o parecidas palabras se explicaba Fr. Jesús cuando hablaba de la esperanza. Él estaba totalmente seguro de lo que creía, por eso tenía una esperanza cierta.

En cada virtud Fr. Jesús consultaba el ejemplar de la Madre, siempre rico en esperanza. Y en su libro vade mecum que para él era La Mística Ciudad de Dios, dice que: "Dios tributó a María tanta alegría y placer con esta virtud, que solamente por ella se la hubiera regalado al género humano". Con razón se la llama "Madre del amor hermoso y de la santa esperanza (N), pues por su "fiat" concibió al Verbo y con él a toda nuestra esperanza" (N).

En su catequesis a los fieles que acudían a visitarle y a dialogar con él, como a los que entraban en contacto con él cuando visitaban el Santuario, era una de sus constantes predicaciones y recomendaciones: "hay que mantener siempre la santa esperanza en el Señor, Él nunca defrauda, cumple siempre lo que promete, y es fiel cumplidor en todo". La esperanza era un tema muy querido de él.

Cuando se vive centrado en Dios, toda la vida nos habla de un futuro en plenitud. Él lo gustaba y saboreaba todo como si todo fuera "pan bajado del cielo que da la vida al mundo" (Jn. 6, 50-60). Percibía el mensaje de las cosas como un gozoso perfume, al estilo de San Pablo cuando dice: "somos el buen olor de Cristo para Dios" (2 Cor. 2, 14-15). En cada trabajo que realizaba, lo hacía pensando en los demás, en el bien que les hacía, en la esperanza que les proporcionaba. Ponía pasión al hacer los servicios y trabajos, pero a todas las cosas las trataba con verdadera delicadeza. Tocaba las plantas o las flores dándole un sentido espiritual: "todo es obra de Dios". Parecía estar viviendo el evangelio de San Juan cuando dice: "hemos tocado con nuestras manos al Verbo de la vida" (I. Jn. 1, 1).

Daba gusto escucharle cuando se emocionaba hablando de la Madre o de Cristo. "Tenemos puesta nuestra esperanza en Ellos, y no nos defraudarán. También en nosotros se cumplirá, como se ha cumplido en ellos". El que vive la esperanza, ya está viendo, oyendo, gustando, tocando lo que espera, es cuestión de estar despiertos en el espíritu, pues Dios nos habla en todo. Fr. Jesús miraba a las plantas y decía que todo es Palabra de Dios, aunque no se pronuncie o tenga eco, pues las flores, la plantas, los seres, todo es Palabra dicha por Dios, pronunciada desde el principio. Como todo es anuncio, signo, presencia, eco de esperanza renovada, que siempre está llegando. Hagamos de todo y con todo sacramento de amor y de esperanza.

"La esperanza es la prenda futura de todo hombre". Pero la esperanza, sin dejar de ser humana, hay que hacerla sensible, real, visible al espíritu. Fr. Jesús con su sonrisa, con ánimo alegre, con su palabra alentadora, era un fiel testigo de la esperanza cristiana. Desde que conoció a la Madre comenzó a vivir el gozo de la esperanza. En Ella encontró la puerta abierta a la esperanza realizada en Dios. La esperanza era la razón que alimentaba todas sus santas aspiraciones. La que tejía toda su vida y era el hilo conductor de su existencia vivida para Dios. Sólo en la dimensión de la esperanza encontraremos sentido y gozo al don de la vida que se nos ha dado. Dios quiere que seamos creadores, artífices de esperanzas, reveladores del misterio secreto, que sólo desea ser luz que ilumine y destruya nuestras tinieblas, dándonos a conocer la esperanza hecha realidad.

"Las raíces del ojo –en el alma- están en el corazón. El ojo ve a partir del corazón. Sólo el amor es capaz de ver" (N). Esto mismo lo decía Fr. Jesús de otra forma, "las raíces de las buenas obras están concebidas en la esperanza". Antes que demos un paso hacía Dios, Él ya ha llegado a nosotros. Dios entra en nuestra vida por todos los sentidos. La esencia de nuestra esperanza es abrirle la puerta y dar paso a la posesión de lo que anhelamos. Pero esto tiene que comenzar aquí, en el hoy y en el ahora que vivimos, pues cuando pase este mundo, ya no lo viviremos, lo poseeremos. Comencemos ya, después será tarde.


3º. La Caridad.


El sol que ilumina la Mística Ciudad, irradia luz de amor y caridad por todas las partes. Diríase que toda esa "Ciudad" es amor, caridad ardiente. Es la imagen que más se asemeja a Dios, que es Amor puro. Aquí el viajero de Fr. Jesús entraba en admiración y elevación de sentimientos portentosos, ante tan sublimado amor y caridad sin igual. Se hacía todo lengua, palabra, admiración, asombro.

La caridad que aquí brilla resume todas las virtudes, porque es la reina y madre de todas ellas, pues está contenida en todas, y es la más importante, la que permanecerá en nuestro yo, como permanece en Dios. "Dios es caridad, Dios es amor" (I. Jn. 4, 16).

Constantemente tenía Fr. Jesús esta palabra en sus labios. Hasta en la manera de tratar a los religiosos, ya que sustituía el nombre del hermano por el de "su caridad", como dando a entender, que en el amor del hermano está presente Dios, como don de caridad. Él vivía en el hermano esta relación de amor con Dios, imitando a la Virgen. Quería dar a entender, que el Dios hermano es el que me ofrece a mí su misma fraternidad de amor. El amor vivido en esta relación, es el que hace crecer a la persona, le introduce en ese universo evangélico de la gracia y del amor, donde se crean mundos nuevos en similitud al Reino de Dios, formando la deseada fraternidad de la gran familia de los hijos de Dios.

Su maestra espiritual, en esta Mística Ciudad, dice que: "la caridad de María sobrepasó a todas las criaturas, y con su amor niveló el amor de agradecimiento de las criaturas al Creador" (N). "Fue la Madre del dulcísimo amor la que concibió en su mente un amor y una caridad perfecta, ofreciéndose como paradigma de aprender y saborear el amor hermoso" (N).

La caridad de Fr. Jesús se manifestó a lo largo de toda su vida, siempre guiado de la fe que actuaba en el amor de María. Si cobró tanta importancia, es porque Cristo en el Evangelio, no sólo predicó con palabras, sino con obras de amor, caridad y misericordia, que eran las que testimoniaban su palabra y su vida. Esto le recordaba lo que dice el apóstol "nos apremia el amor de Cristo" (Gál. 5, 14). Por eso, en Fr. Jesús tomaba la necesidad carácter de urgencia, de ahí que lo dejaba todo para hacer el trabajo o servicio de aquel que le solicitaba. Podía ser un trabajo humilde, pequeño en lo humano, pero "este modo humilde de servir que hace humilde al que sirve" (N), le hace grande a los ojos de Dios, que valora y premia las acciones de los humildes.

La caridad debe comenzar primero por los hermanos que están a tu lado. Esto lo tenía muy presente en el obrar de cada día. Si se levantaba temprano y madrugaba, era en caridad para tener todo preparado a los hermanos, que estos pudieran comenzar la jornada con paz y alegría. Si reparaba en los deterioros de la casa para arreglarnos sin que se lo pidieran, era todo con el fin de practicar la caridad de servicio, para que se encontraran a gusto los hermanos viviendo la vida religiosa, supliendo las deficiencias que pudiera haber. Era la caridad la que le impulsaba a ser solicito primero con los suyos, después vendrían los de fuera, a los que nunca olvidó. Recogía todo lo que veía útil, porque les venía bien a los pobres que conocía, pues de esta forma, no sólo remediaba sus necesidades, sino que hacía de providencia para el pobre e indigente.

Su forma de vivir la caridad no pasaba de largo ante la gente, ellos mismos se sentían estimulados a practicar la caridad, y acudían a él con limosnas, ropa o comida, para que él lo repartiera a los pobres y necesitados. El amor callado y verdadero, se volvía evangelio de caridad en él. Era Dios el que actuaba, él sólo prestaba sus manos a la providencia.

La caridad auténtica para él era darse a sí mismo, por eso compartía con los pobres, los enfermos y necesitados todo el tiempo que disponía. Allí estaba su afecto y ternura, su palabra evangélica de esperanza y caridad. Todo era motivo de amor para vivirlo con los hermanos necesitados. Allí era donde le salía el don de la palabra. Su discurso era pan amoroso que saciaba el hambre interior que tenían de Dios. Lo que más le agradecían los pobres y necesitados era esa palabra evangélica que les enriquecía el alma. Sentían y veían en él la mano de Dios, hecha amor y caridad. Le agradecían de corazón, el verdadero cariño que les mostraba con su visita, como agradecían su presencia y el tiempo compartido a su lado, que para ellos tenía sentido de humilde eucaristía, porque era "la ciencia y caridad del amor de Cristo que supera todo conocimiento" (Ef. 3, 19).

Cuando volvía a casa, venía lleno de la sabiduría del pobre, que sin tener nada Dios da en él más que todos. Decía cuando visitaba a los pobres, que el que recibía la caridad era él, porque en el pobre Dios le hablaba con infinita misericordia, le llenaba de gracias y dones, le revelaba el verdadero amor caritativo que Dios tiene con nosotros. Él volvía cargado de pensamientos que le recordaban la pobreza que pasó la Virgen María, como el sufrimiento y privaciones que vivió en el silencio amoroso y con gran fidelidad a Dios. Ella, que era la reina del universo, carecía de todo, pero todo lo hizo con tal de ofrecernos el amor puro que salva nuestras almas (N).

Cuando se vive la caridad, la pobreza de los demás es motivo de oración y reflexión. Él siempre acompañaba la oración y el sacrificio por el pobre. Que Dios les llenara de consuelos, de paciencia y fortaleza, para vivir esa terrible situación que ellos viven. Estos pensamientos eran los que le hacían enfervorizase cuando nos hablaba de la pobreza y caridad de la Virgen, hasta llorar con verdadero sentimiento. Y es que, el mucho amor como el mucho gozo nos producen lágrimas, pues en el límite de nuestros sentidos, surgen las lágrimas como fruto de la suma expresión del alma.


Caridad para todos


Cuando llegaban estas situaciones, allí era cuando sentíamos el gran amor que latía en su corazón por la Madre. También nosotros calladamente deseábamos que su palabra moldeara nuestro corazón, que pusiera un poco de ternura de la que él abundaba; que suavizara nuestras durezas y olvidos para con los pobres, al tiempo que limara nuestra perezosa indiferencia; "para que también nosotros conozcamos el amor que Dios nos tiene" (I Jn.. 4, 16).

Para él todos los pobres eran buenos, incluso los pícaros que le engañaban y se aprovechaban de su bondad, por los que nosotros le decíamos que le engañaban, pero él hasta les disculpaba y decía: pobrecitos, también son hijos de Dios, no tienen nada, lo están pasando mal. Él sólo miraba en ellos la imagen de Dios humillado y desdibujado en el pobre, torturado y hundido en la degradación del sufrimiento que anula la persona. Podía equivocarse o dejarse engañar, pero él cumplía la voluntad de Dios, se hacía amor y caridad con el pobre –el tirado y leproso de nuestro tiempo-, a la vez que purificaba y asemejaba su vida a la de Cristo.

De la caridad al necesitado hizo su mejor distintivo para llegar a la santidad. Nada como el amor de caridad une y santifica a la persona con Dios, le hace bendito del Padre, al tiempo que el Padre le integra en su espíritu de gracia, despojándole de su hombre viejo y revistiéndole de las propiedades de Dios. La caridad es más hermosa cuanto es más silenciosa. A él, ese obrar silencioso y callado, casi siempre oculto a los ojos humanos, le llevó a vivir la verdadera filiación amorosa de hijo de Dios, al tiempo que Dios realizó su encarnación de amor, ternura y santidad en él, porque el que en el pobre conoce al Hijo, conoce también al Padre (Jn. 14, 7 y 9).

Vivir en caridad para él no fue sólo la limosna y el servicio al pobre. Él le daba mucha importancia el amar al hermano con el que convivió, el repartir la caridad de la amistad con el que se acerca a nosotros. El tener ese espíritu de servicio y disponibilidad; el saber aceptar el rechazo y las contrariedades del que no piensa como yo; el hacer la vida agradable a los demás, santificando la vida religiosa; acercarse y comprender al hermano en el momento de la prueba; poner una palabra de amistad y consuelo; apoyar al que se encuentra débil y necesitado espiritualmente. Son muchas las formas como él practicaba la caridad, siempre intentando imitar el amor con que Dios nos ama. La caridad no es sólo la meta, sino que todo el camino religioso es una obra maestra de amor en continua caridad. En el hermano está "el camino, la verdad y la vida" que lleva a Dios (Jn. 14, 6).

La vida y la luz de la gracia sin amor ni caridad serían total desnudez de la vida y del espíritu. Para Fr. Jesús la vida fue rellenar su existencia de la luz y belleza que dimanan del sol de la caridad. Una a una, como las cuentas de un rosario, así se formaron las torres almenadas del castillo interior donde residía la reina de su amor: la caridad. "Dios es caridad" (I Jn. 4, 16).

Por caridad, canta villancicos a los hermanos sabiendo que su canto es de risa. O canta en apuesta para liberar al hermano del tabaco que le mata. Toma a sus espaldas en caridad, el compromiso de arreglar ermitas, para que no se pierdan los testigos espirituales de un paso histórico de fe. Como trabaja en los conventos arreglando tuberías, servicios, muros y tapias ruinosas, a la par que se multiplica en atenciones a los religiosos, o socorre a la viejita abandonada, va a la cabaña del pobre aterido de frío, o cura, limpia y abraza al leproso –borracho o drogadicto-, que yace tendido en su propias heces. Toda su vida era vivir la caridad.

Nunca se olvidó de los niños pobres a quien llevaba jerséis, alimentos y juguetes para que no sintieran tanto la carencia de su pobreza, pues él fue también niño pobre. Realmente sentía verdadero afecto de caridad por el pobre, porque el pobre está reclamando el verdadero amor fraterno de los hijos de Dios, donde se proyecta la fiel imagen del Cristo sufriente y humillado.

Cuando se abre el corazón al amor y se tiene por vértice la caridad, "la persona no condena ni a paganos ni a pecadores, contempla a todos los hombres con ojos puros, se regocija a causa de todo el universo, y no desea más que amar y venerar a todos y cada uno con todo su corazón" (N).

Esta era la forma de actuar del hermano Jesús. Este era el evangelio que le decía: Dios es caridad. Él quería vivir plenamente esta virtud, hacerla meta y camino que le llevara a la deificación de su ideal. Que la comunión en caridad con el pobre fuera el testimonio de un sacramento. Los SS. Padres llaman el amor al prójimo "el sacramento del hermano", ya que el amor a Dios y al prójimo, son dos aspectos de un solo amor. "El que dice que ama a Dios, -al que no ve-, y no ama a su hermano, -al que ve-, es un mentiroso" (I Jn. 4, 20). Sólo las obras proclaman la verdadera caridad.


EXPERIENCIA DE DIOS EN MARÍA


Nada llenó a Fr. Jesús de tanta experiencia y presencia de Dios como el viajar todos los días por la Mística Ciudad. Para él la ciudad entera era una viva y continua experiencia. Todo era tangible, visible, real. Lo vivía y experimentaba en su espíritu, en su mente y en su corazón. Y nada producía tanto gozo como vivir la experiencia de Dios, sentirse al lado de María, dejar que Ella suavemente le introdujera en Dios.

Aclararemos el sentido de la experiencia en el orden espiritual.

La persona humana vive rodeada de experiencias. La experiencia es la que nos enriquece y nos pone en contacto con la realidad. Tener experiencia es tener conocimiento de las cosas. Experimentar es conocer la realidad, sentir, palpar, gustar, entrar en comunión de vida, saborear la virtud de lo bueno; notar el bien o el mal de una cosa; sufrir, padecer, gozar, entrar en elevación de sentimientos; sentir el amor y ser amado; notarse invadido por la presencia o belleza que entra por los ojos y la mente, penetrando en el interior de nuestro espíritu; gustar la armonía interna en connivencia con la externa; momento de contagio en el que la persona, participa subjetivamente de los acontecimientos que le rodean. De muchas formas nos puede llegar la experiencia.

Lo importante de la experiencia espiritual es entrar en conexión con lo trascendente, despertarse al influjo divino que habita en cada uno de nosotros. Vivir ese encuentro de unión mística, no sólo en la fe sino en los sentimientos y vivencias del alma. Naturalmente que en toda experiencia espiritual se parte de la fe, pero ésta debe progresar en integridad de espíritu, hasta llegar a la experiencia pura, como lugar de unión con lo divino.

Queremos tener presente estos conceptos básicos sobre esta forma de conocer interiormente, todo ello nos servirá de clave. Cuando hablamos sobre la experiencia espiritual del Fr. Jesús, nos referimos especialmente a esos instantes vitales de sentir la presencia que nos habita y espiritualmente invade la persona. Son esos momentos de intensidad espiritual que nos conectan con lo trascendente.

"Buscad a Dios y viviréis" (Amos. 5, 6), y "buscadle mientras está cerca" (Isaías. 55, 6), nos dice la Sagrada Escritura. Con esta premura buscaba ardientemente Fr. Jesús la experiencia y lo hacía a través de la que mejor nos lleva a Dios: María. Estaba convencido que el camino de María era el camino más seguro y el que mejor le conducía a Dios. Él marchaba seguro y centrado en María, porque a su lado era feliz y sabía que le encaminaba a Cristo. Por eso, al estar junto a Ella, sabía que estaba y "vivía en Él, con Él y para Él" (Hech. 17, 28). Para Fr. Jesús, la Madre era la experiencia y el encuentro fiel vivido en cada persona y en cada acontecimiento. En Ella se sentía envuelto viviendo la experiencia del misterio. Era la imagen más perfecta para descubrir la belleza del icono de Dios.

"El místico vive de fe" y por la fe entra en experiencia con Dios. La experiencia para Fr. Jesús era haber descubierto el don de la Madre, don que vivía como una experiencia gozosa y deificadora. Aquella experiencia era para él lo más semejante a lo sensible, rayana a las realidades tangibles, ya que al vivirla en dimensión de viva realidad, acrecentaba sus conocimientos y fortalecía su verdad. De ahí que Fr. Jesús hacía vivas y reales sus conversaciones sobre la Virgen, hablaba como quien ha pasado por la experiencia, como el que está en lo cierto, como el que ha comprobado en su carne esa realidad. El testigo de la verdad, la grita y la proclama con toda su fuerza, su actuación tiene el poder de la gracia y la luz espiritual clarificadora de lo sagrado.

La belleza espiritual de María había entrado en su vida, como el más preciado regalo del cielo, que le rodeaba no sólo de las gracias más hermosas, sino que continuamente le hablaban de vivencias celestes, que transformaban su existencia en proximidad y en experiencias de Dios. Y esto, para el que tiene fe y vive enamorado de la Madre, es estar en el recinto privilegiado de lo sagrado, donde toda vivencia se transforma en pura y real experiencia de unión con Dios que realza la nobleza (Sab. 8, 3).

Antes de llegar a ese estado de unión y de experiencia, hay que pasar por el silencio constructivo de una profunda asimilación de la verdad y del misterio. El misterio tiene fuerza que ilumina al interior, llenándole de claridades que dan paso a la encarnación de la experiencia. El silencio de la oración y meditación fue el que le abrió a Fr. Jesús ese mundo de María, donde hay tantas bellezas y maravillas, que el que penetra en ese Edén, vive la más sublime experiencia que jamás se puede imaginar, y el que la vive, siempre le deja con hambre de más, crea como dependencia, en la que el pensamiento queda rendido en pura contemplación, tan rendido como "el que llega a ser un apasionado de su belleza" (Ib. 8, 2).

Cuando Fr. Jesús intentaba hablar y comunicar esa experiencia, le pasaba como a San Pablo, era todo tan maravilloso que ni el ojo, ni el oído o la boca pueden decir las maravillas que se han experimentado y contemplado (1 Cor. 2, 9). Él no sabía decir nada, pero se iluminaban sus ojos y gritaban esa verdad, o la lloraban emocionados, porque no sabía expresarla de otra forma. Le pasaba como al vidente, que no encuentra palabras para contar lo que ha visto, pues las palabras carecen de sentido, habría que inventar un lenguaje nuevo que tuviera la ciencia de lo divino, o tener el don de profecía con sabiduría de la ciencia espiritual infusa.

El libro de La Mística Ciudad de Dios, fue para él una profecía reveladora de María, porque en él descubrió todo lo que anhelaba, buscaba y no encontraba. Le abrió las puertas de su mente a esos conocimientos teológicos, encontrando no sólo una guía que alimentara su vida espiritual, sino que le proporcionó el encuentro con la Madre, llenándole de consolaciones, de experiencias y gracias, que le abrieron a una vida nueva, enriquecida con el don de la presencia de Dios, e iluminada por el gozo de la experiencia deificante.


Quien lee escuchando entra en experiencia.


Desde entonces todos los días hacía una lectura meditada, que siempre saboreaba con regusto tratando de entrar más en esa vida de María. Siempre quería saber más y penetrar en ese misterio insondable de belleza y de gracia, ya que cuanto más se conoce más se crece en ese amor infinito que Dios ha proyectado sobre la María. Cada pensamiento le provocaba la admiración y contemplación, entraba en mayor experiencia de unión con la Madre. Aquel piélago de virtudes, de gracias y dones, que brillaba y sobresalía por encima de todas las criaturas, como un cosmos único en continua revelación, era para él presencia, gracia, experiencia, revelación y continuación de la vida sobrenatural. Muy gustoso podía decir: "Aprendí sin malicia ni envidia y me guardo sus riquezas" (Sab. 7, 13).

Este fue el motivo por el que se abrió en total entrega a la Madre, viviendo la presencia espiritual de María, como la experiencia única e íntima de su "yo". Centró toda su atención en conocer más fielmente todos los episodios íntimos de María, las prerrogativas, los planes salvíficos proyectados por Dios en Ella; las vibraciones espirituales, dones y gracias, para reproduciéndolas en él desde dentro, como propias vivencias espirituales creadas por María. De esta forma, quería intuir los sentimientos que vivió la Virgen, para intentar vivirlos, experimentarlos y reproducirlos en él. Lleno de curiosidad descubre el significado de los "sacramentos ocultos", de los que habla la autora, llenándose de gozo al saber que son los privilegios espirituales, los dones místicos, las asunciones al cielo, los poderes espirituales para vencer todas las insidias del mal. Este cúmulo de experiencias espirituales, le hizo crecer a Fr. Jesús de tal modo, que se convirtieron en llaves para abrir las puertas de la santidad y amistad con Dios.

Conservando todo esto dentro de su corazón, ¿cómo no iba a hablar enfervorizado de la Madre? ¿Cómo encontrar palabras que expresaran aquellas maravillas que leía y experimentaba de Ella? Él sólo sabía balbucear unos pobres conceptos, pero estos los expresaba en palabras dichas con el fuego ardiente de un corazón enamorado.

Es difícil saber hasta dónde llegó esa viva experiencia que adquirió de la Virgen, ya que leyendo y meditando su vida a diario, dialogando y pensando sin cesar en Ella, asumió cuanto pudo asimilar y comprender su persona. Y si no quería salir de aquel libro, era porque allí lo tenía todo, era como una biblia concentrada donde Dios le hablaba, siendo para él un placer el ser habitante de aquella "Mística Ciudad de Dios", creada por el Altísimo y habitada por el Hijo Redentor.

En aquella plaza fuerte y hermosa estaba el negocio de su vida, porque mercaba la perla fina de la gracia. Vivir en aquel abismo de dones, era ya vivir y gustar un anticipo del cielo. Diríase que allí tenía él su tiendecita de pobre advenedizo, pidiendo ser inscrito y empadronado en aquella urbe, para vivir allí siempre y no salir nunca de aquella "Ciudad Santa", la "nueva Jerusalén", ciudad a donde está el "Palacio de Dios", "el templo y tabernáculo de Dios", do brilla "el Sol de justicia" y se pasea el Hijo encarnado, decorando la "Ciudad de Dios" con todas las gracias, virtudes, dones y maravillas, que le corresponden a ese "nuevo cielo" de gloria, creado para gloria de la naturaleza humana (N).

Decía que leía despacito y repetía párrafos para gustar más esos pensamientos; por eso cada vez profundizaba más, sentía nuevas experiencias de afecto y de bondad maternal. Aquello compensaba todos sus males y deficiencias, ganaba tiempo a la noche del olvido, se llenaba de confidencias y gozos especiales. De ahí que su vida espiritual irradiara siempre una dulce sonrisa, pues era delatadora de confidentes experiencias. Su visible gozo era testigo de una vida nueva. Se le había pegado la bondad y la pureza de ese contemplar a María. Él mismo nos decía muchas veces: "cobíjate al amparo del buen árbol de María, que te dará buena sombra". Y nunca hay que olvidarse que "con el santo te haces santo y con el perverso te perviertes" (Sal. 17, 26).

Los santos y los místicos son los que mejor han comprendido el don de Dios. Ellos con su forma de vivir comunican experiencia. Era estimulante el dialogar con Fr. Jesús sobre todo esto que él paladeaba cada vez que hablaba de su experiencia sobre la Virgen María. Vivir esta fortuna de interioridad espiritual centrado en Dios y guiado por María, era algo que a muchos cautivaba, gustando incluso a los doctos y entendidos. También ellos escuchando aquella forma de hablar, les servía de reflexión y les hacía pensar, pues su humilde discurso hablaba cargado de amor y experiencia. Era la experiencia de su vida espiritual manifestando la verdad adquirida a los pies de la Madre.

La gracia de la Madre era la que había triunfado en él, la que le había liberado. "Ahora ya podemos vivir con la libertad de los hijos de Dios" (Rom. 8, 14-21. Gál. 4,6). "Como herederos y dueños del universo" (Gál. 4, 1-3). La presencia de su fe le hacía heredero del don de la Madre. El premio de su fidelidad y constancia, eran la gran riqueza de estar en Dios conducido por María. Ahora, desde la espiritualidad vivida al día, compartía y comprendía la experiencia de Job, que se quejaba: "Hablé de cosas que no entendía, de maravillas que superaban mi capacidad. Te conocía, oh Dios, sólo de oídas; pero ahora te han visto mis ojos" (Job. 42. 3-5). El Espíritu era el que hablaba en él maravillas no aprendidas en la ciencia, sino en la experiencia de Dios que le llegaba por María. Ella era la que le había sumergido y revelado el misterio fascinante de Dios, presente en el cosmos y en los repliegues de la vida.

Nada nos aleja tanto de la experiencia como llenar la vida de vaciedad, de prisas, de frivolidad o pasatiempos. Esto ahuyenta la reflexión, el reposo espiritual, nos roba el tiempo de Dios, disipa la admiración del misterio, crea abandono e inapetencia de entrar en íntimo diálogo con Dios. Es como destruir esos signos reales que nos impiden entrar en experiencias de Dios. Por eso Fr. Jesús buscaba el silencio de la noche, la intimidad ante el sagrario, la lectura reposada, el recogimiento interno de la vista, la concentración de pensamientos, todo y en todo auténtica experiencia que nos une a Dios. Él incluso lo buscaba todo mediante la protección y presencia de María.

Hay que bajar al hondo de sí mismo, buscar a Dios en el corazón, entrar en comunión cada día, porque allí es donde mejor se le la presencia activa de Dios, el diálogo del encuentro, la oración recogida, el servicio humilde o el trabajo y el esfuerzo, para hacer de experimenta, ya que está más dentro que el yo mismo. En el tiempo eucarístico era cuando Fr. Jesús entraba mejor en experiencias, en desasimientos, en libertad de amor, donde dejaba el vacío interno del que huía, para entrar en el deleite y la experiencia del que se hace viva encarnación y unión de nuestra alma. Allí era donde Fr. Jesús entraba en viva realización de la persona como imagen de Dios, como esbozo anticipado de la plenitud de Dios, que se revela y se deja experimentar.

La experiencia adquirida de María vivida especialmente en la maternidad, es la que le sirvió de fundamento para su experiencia personal. La Virgen, al engendrar al Hijo, cabeza de la Iglesia, llevó en sí y engendró también a los cristianos con su fe y su experiencia; Ella acoge ahora, bajo su protección, a sus imitadores. Por eso, María es de antemano modelo y experiencia para todos. Nada de extraño el que Fr. Jesús poseyera a través de María experiencias que sin pertenecerle, le llegaban y eran otorgadas de modo gratuito, obtenidas por la gracia de imitar a la Madre del Señor. Es la experiencia de Dios hecha por María, reflejada en la vida de la Iglesia y otorgada a sus fieles, mediante la que es fecundidad de la gracia sobreabundante. "Quien ama a la Iglesia ama la experiencia y el misterio de la Madre de Dios" (N).

No cabe duda de que para Fr. Jesús, la experiencia de María fue uno de los puntos más importante de su vida, ya que el vivir la fe en esa dimensión de experiencia, no sólo enriqueció su vida llenándola de estímulos y gozos humanos, sino que le hizo progresar grandemente en la vida espiritual, configurándole cada vez más con el icono de la Madre, al tiempo que le llegaban las gracias de lo alto.


LA FAMILIA.


Uno de los sueños más apetecidos y que siempre acariciaban la vida de Fr. Jesús era el de la familia. El no conoció este don incomparable de vivir junto a los padres formando una familia. Tal vez por eso valoraba más la gracia de vivir en familia. Esto era algo que le robaba el corazón. Por eso recomendaba siempre a los esposos que vivieran dignamente el don de la familia y siempre unidos. Como, igualmente, siempre recomendaba a los niños la obediencia y el amor a los papás, que representan a Dios, a los que deben ayudar a que se amen y entre todos formen una familia santa.

Cuando entraba en La Mística Ciudad de Dios y leía los capítulos referentes al hogar santo que formaban la Sagrada Familia, se llenaba de entusiasmo y bendecía a Dios por el ejemplo de unión, de amor y de santidad que reinaba entre San José, la Virgen María y el niño Jesús. Sus rostros y sus vidas hablaban de amor puro y santo, siempre abiertos al infinito de Dios y vueltos a los espacios misericordiosos del corazón de la Madre, que unificaba todos los sentimientos. Aquella inmensa piedad, bondad, ternura y amor que reinaba entre todos, era como vivir por adelantado un anticipo del cielo (N).

Meditar sobre aquella manifestación de luz trisolar, que veladamente irradiaba la Sagrada Familia, cual reflejo de la Trinidad, inundando de paz el ambiente, como asegurando y proclamando la misma presencia de Dios. Toda la ternura estaba centrada en el lado humano-divino de Jesús niño, porque Él era la misma y real presencia de Dios. En Él convergían y se aunaban los ojos y el corazón, en perfecta comunión de lo humano y lo divino, realizándose el misterio de amor, cual ágape divino, que trasciende su propia trascendencia (N)

¿Cómo no sentirse fascinado y asombrado ante estos acontecimientos? ¿Cómo no tener hambre de aquel hogar que se asemeja al cielo? ¿Cómo no poner los ojos en aquella Madre de inmenso amor, por quien se sentía seducido sin poder detener los impulsos de su corazón filial? Aquello era lo que él codiciaba, lo que le hacía sentir una atracción irresistible, porque allí se fundía el amor humano con el divino. Desde aquel ambiente le hablaba la Madre con rostro de amor maternal. En aquellas imágenes se sentía proyectado contemplando el misterio del Dios-con-nosotros. Aquellos pensamientos le llenaban de impulsos de ternura y de consolación, transformando enteramente su persona y envolviéndola en la densidad del misterio de María, la Madre (N).

En la Sagrada Familia, Fr. Jesús veía el misterio de la Santísima Trinidad inscrito en el ser del mundo. Por eso él sentía el deseo de que todas las familias fueran un hogar santo en el que se proyectara la imagen de Dios Trino, donde todos se amen, se respeten y estén disponibles para los otros. Que cada familia fuera una pequeña Iglesia, como célula del gran cuerpo místico, donde todos formen el uno total y el amor de Cristo lo llene todo (N).

Si conectaba con las familias, era porque su proyecto y deseo era el hacer de cada familia un hogar santo. Por eso Fr. Jesús nunca se olvidaba de hacer su catequesis espiritual a las familias. Sabía muy bien que en la familia que hay fe, allí se construye el santuario sagrado donde Dios vive en medio de esa familia, al tiempo que es una familia salvada. La primera ruptura es la destrucción de la fe, por eso inculcaba mucho la fe en la familia, que profundizaran en el evangelio, en la Palabra de Dios, que es la que más une y orienta.


La familia, Santuario de Dios.


Y frente a una sociedad que está perdiendo el sentido de la familia y destruyendo los valores cristianos, Fr. Jesús les insistía mucho el que no se olvidaran de rezar, de unirse cada día a Dios. Que hicieran del hogar familiar un verdadero santuario para Dios, donde hubiera mediante la oración tiempo para Dios, porque eso fortalece el espíritu de unión y da tenacidad a nuestro vivir. La piedad siempre ayuda al misterio humano del amor que vive en nosotros. Por eso, Fr. Jesús deseaba que cada familia fuera un hogar teocéntrico donde reine el verdadero amor de Dios. Y el amor está tejido de fe, por eso él insistía en la fe, para que fuera ella un constante rebrote de esperanza salvadora y presencia de Dios. Hay que luchar unidos para que cada familia sea una proyección y relieve del esplendor divino en lo humano, donde impere el gozo, la paz y la unión, como símbolos de la gran familia de los verdaderos hijos de Dios (N).

Porque sabía la importancia que tiene la familia en la Iglesia, Fr. Jesús nunca olvidaba de orar e interceder ante el Señor por las familias, para que hubiera armonía y pureza de fidelidad entre los esposos, para que se fomentara el amor entre ellos y nunca llegue la ruptura del destructor divorcio. Que los matrimonios cristianos salven a nuestra sociedad, frente a esta terrible ola de materialismo descreído, en el que impera el deseo de destruir las familias, que es el santuario de la fe cristiana, oponiéndose frontalmente a Cristo y la Iglesia para destruirla. Fr. Jesús decía, que el mal sabe que destruyendo a las familias, se destruyen los cimientos de la Iglesia, porque ellas son el fundamento del Reino de Dios (N).

Todas las familias que visitaban el Santuario de Arenas, como las que contactaban con el mismo Fr. Jesús, nos dicen que siempre les recomendaba el amor, el respeto y el orden familiar, porque es lo que une a los padres con los hijos y crece la unidad entre ellos, decía. Que todos colaboren para que no se rompa ese orden que tiene sentido de armonía y beatitud celeste, hace crecer a los hijos y a los padres en el amor y la dignidad humana, crea hogar donde se entra en verdadera experiencia de gracia y esperanza de vida futura.

El amor de la madre, tan reflexionado y meditado por él, le impulsaba a recomendar a las mamás que lucharan con todas sus fuerzas para salvar la unión matrimonial y la educación cristiana de los hijos. Dios confía mucho en las madres, les decía, y a ellas les ha encomendado un papel muy fundamental en la familia. La mamá es el eje de la familia, es como el sacerdote del pequeño santuario. Si de su educación salen palabras evangélicas, construye en su hogar la más hermosa catedral, donde ella se convierte en patrona y bendición para los que la rodean. Nuestra Madre del cielo se hizo esclava para salvarnos a todos. La mujer entregada y sacrificada en el hogar, nuca es esclava, es siempre liberadora y redentora, como lo fue la Madre de Cristo, el Hijo fiel (N).

Porque pasó por la terrible orfandad, con dolorosas experiencias en su propia niñez, y por que amaba a los niños tiernamente, deseaba para ellos todo lo mejor, sin que nunca les faltara el amor y la presencia de los padres. Pedía y suplicaba por ellos para que crecieran en el amor familiar y alcanzaran la sabiduría de los hijos de Dios. Tenéis que estudiar mucho, para estar preparados ante este mundo de lucha y de competición. Que sepáis ser los defensores y continuadores de la fe en la Iglesia, para que Cristo y la Virgen María sean conocidos, como los enviados del cielo que nos traen la salvación.

Sin duda ninguna que su sentido de la familia era un sentido totalmente espiritual, teologal y eclesial. Las lecturas sobre la familia en La Mística Ciudad de Dios. le llenaron de sentido teocéntrico y del sentido misterioso, donde Dios envuelve al hombre con su proximidad ardiente y misteriosa, y donde Dios ha comenzado la construcción del nuevo Reino, dejando a los humanos que levantemos la eterna Jerusalén, poniendo en ella la sede de la "Nueva tierra y el Cielo nuevo" donde habite para siempre Dios (N).


La familia, amenazada y perseguida.


El amor entrañable a la familia y el amor a los niños constituían su predilección. Por eso cuando oía noticias de separaciones, de madres que abandonaban a sus hijos recién nacidos, o que mataban al hijo con el cruel aborto, lloraba apenado por esta atroz y terrible situación de amenaza a la familia. Solía decir con gran dolor: ¡Que Dios nos perdone y tenga misericordia por estos atroces pecados, más odiosos que los crímenes de Herodes! "¡Señor, pon tu mano y haz que pase y termine pronto esta actitud de perversión satánica! ¡Madre Santísima, tú pasaste por la terrible persecución de los inocentes, tú que defendiste la vida de tu Hijo con tu propia vida, infunde en las nuevas madres el valor, la ternura, el amor, el gozo de la maternidad, el respeto a la vida del hijo y la fidelidad en la misión más elevada que Dios ha encomendado a la mujer!"

Llorar y lamentarse no basta para el que como Cristo asume los pecados de todos. El se imponía sacrificios y redoblaba su oración de intercesión para que terminara este terrible holocausto, merecedor de los mayores castigos a esta sociedad que tiñe sus manos de sangre inocente y se aparta de Dios descreídamente. En su corazón había crecido el amor a la familia y la veneración por los niños, porque ellos son el reflejo de la inocencia angelical, la imagen de Dios proyectada hacía el futuro. Las lecciones de familia y amor al hogar, aprendidas a los pies amorosos de la Madre, chocaban ante estas manifestaciones de odio y persecución contra la vida: contra Dios. Lo más terrible es la hipocresía de justificar hasta con leyes el derecho a matar, frente al precepto instituido por Dios e infundido en el mismo ser de la persona. "Es como revelarse contra Dios, destruir sus planes, volvernos como Lucifer. ¡Qué terrible, Señor! ¡No tengas en cuenta este pecado! ¡Perdónanos por amor a los inocentes que luchan por defender la vida y por destruir esas leyes!"

Si en sus últimos días ejercía más la catequesis de la familia, era porque preveía un futuro terrible para la sociedad y una amenaza para los hogares cristianos. Tenemos que estar más unidos los cristianos tratando de proteger los valores evangélicos; vivir en familia el compromiso cristiano, para que nuestro testimonio convenza al mundo, que sin temor a Dios y fiarnos de la divina providencia, la vida es un absurdo, se convertirá en un infierno. Que nuestra Madre del cielo, interceda por nosotros para que desaparezca pronto esta terrible persecución de inocentes.


MAESTRA ESPIRITUAL.


Toda la Mística Ciudad es una obra maestra de espiritualidad. Cuando Fr. Jesús entró en ella quedó prodigiosamente asombrado. Había tanta belleza espiritual, eran tantas las virtudes, dones, gracias y carismas, que aquello no solo le sorprendía sino que le dejó totalmente fascinado, con deseos de quedarse allí siempre, copiar aquella forma de vida, hasta identificarse con la que es todo gracia y santidad.

Nadie mejor que Ella podía enseñarle a vivir la unión y perfección de vida que allí se vivía. Por eso, la tomó por Maestra y guía espiritual, para que fuera Ella la que condujera su vida por el camino de santidad, donde Palabra y Evangelio se unen y conducen al mismo fin, Ella que era la Maestra de la fe, la primera de los creyentes, a su lado crecería en el espíritu y aprendería a escuchar, a acoger, a cuidar, a seguir ese camino de fidelidad, de gracia y donación.

María nunca recibió, por parte de los evangelios, el título de Maestra: sólo a Cristo se le da el título de Rabbí, Maestro, el que enseña. Jesús lo ostenta por méritos propios, pues al enseñar lo hace con autoridad propia. Los evangelios lo recuerdan en varios pasajes (N). Sólo por antonomasia se le da a María el título de Maestra, especialmente a partir de la fundación de la Iglesia, de la que recibe el título de: Maestra de la Iglesia (N). Sin embargo, espiritualmente los creyentes, de forma especial los seguidores de la Virgen, la tienen por Maestra espiritual, ya que siempre estuvo asistida por el Espíritu Santo y directamente por su Hijo, la Palabra revelada de Dios; nadie mejor que Ella para enseñarnos esa Palabra, la que Ella vivió junto a su propio Hijo, que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn. 14, 6).

Para nuestro hermano Fr. Jesús, María siempre fue la Madre y Maestra espiritual que le enseñaba el camino de Cristo, el camino del Evangelio, que a su vez es el camino que nos lleva al Padre, como camino de perfección y de santidad, en Él reside la plenitud de la gracia, con todos los dones, gracias y bendiciones celestes, a quien toda lengua debe proclamar como Señor y Padre de todo lo creado (Ap. 4, 1s.; 5, 9).

La experiencia de la maternidad de la Virgen, creó en María una función arquetípica donde brillaba la fe, germinada por la Palabra de Dios. A través de esa fe llega la presencia clarificadora del Espíritu Santo, llenándola de dones, gracias, ciencia del espíritu y gracias sobrenaturales. Así, desde los albores recónditos de la encarnación, María goza del amor humano, misericordioso y espiritual, que proyecta sobre todos los "Fieles" y nadie quedará desatendido.

Para Fr. Jesús, María se constituyó en Maestra espiritual desde los primeros años de vida religiosa, ya que él mismo la eligió para ser un fiel imitador de Ella. La lectura de La Mística Ciudad de Dios le hizo ver claro cuál era su destino a seguir: tener una Madre y Maestra espiritual, mirarse en aquel espejo de belleza donde se contemplan tantas maravillas y tantas gracias, aprender de Ella, imitarla hasta ser un fiel reflejo del modelo; ese será su ideal y el ejemplo a seguir.


¿Quién le llevó a la espiritualidad de María?


No fue ningún director espiritual, ni ningún fraile o persona entendida, quien le indicó este camino. Fue mérito de él sólo, orientado por la Madre Ágreda en su Mística Ciudad de Dios. Fue la gracia de Dios quien le puso lo más cercano a esta "autora mística", para que él mismo descubriera los misterios del Señor y la Madre Inmaculada. Al igual que el profundo e insondable misterio de la Redención, como la elección y creación de la Virgen María, desde los orígenes arcanos de la historia, de la que nacería el Salvador. Él la descubre como Esposa y Virgen Inmaculada, de la que se deshace en elogios y parabienes, ya que por su santa Pureza Dios la eligió para Madre del Redentor; por eso Dios la hace "llena de gracias" "Santa" hasta coronarla como Reina de todo lo creado.

Igualmente conoce en la Mística Ciudad el misterio de los Ángeles, que tanto robaban su atención. Como la profunda humildad, honradez y bondad del justo San José, a quien elegiría Dios para hacer las veces de padre en la tierra. Todo le servía de profunda reflexión y todo le atraía, porque todo estaba en función de la criatura más bella y admirable salida de las manos de Dios.

No se puede seguir el camino de María, si no se sigue el de Cristo marcado en los evangelios. María es la que nos lleva primero al Hijo, para que le conozcamos y seamos discípulos suyos y testigos de la Verdad. Por eso, los evangelios eran el lugar predilecto de lectura, no sólo por ser la Palabra de Jesús, con todas sus alegrías y sufrimientos. Los evangelios están llenos de la fe de María: Vivir esa fe es ser dichoso como Ella. "Dichosa tú que has creído que se cumplirán las cosas que te ha dicho el Señor" (Lc. 1, 42.45). En este "feliz tú que has creído", Fr. Jesús encontró la clave para entrar en la realidad íntima de María. Primero estableció una escucha mediante la Palabra, después vino la revisión de vida, para dar paso a la convivencia, a dejar hacer, a ponerse a disposición. A Dios se le ve cuando se le escucha. La escucha de María produjo la entrada de Dios en Ella. Esto era lo que de verdad intentaba él en toda lectura. El final era dejarse arrebatar por la vida y belleza de María, que le introducía en esa experiencia espiritual y trascendental, en la que la acción de la gracia le llevaba a la inhabitación del Espíritu Santo.


Leer escuchando es espiritualizar la vida.


En la lectura Fr. Jesús aprendió no solo a leer sino a escuchar. Cuando otro habla, se le escucha. La importancia de la persona nos obliga a prestarle mayor atención. Para Fr. Jesús, cuanto hablaba, decía o hacía María, era una enseñanza y un mandato a seguir.

Por eso, cuando leía el pasaje de la visita a la prima Isabel, le recordaba la caridad y el servicio que practicó la Virgen en beneficio de la prima que lo necesitaba. La caridad tiene que ir acompañada de la humildad. Era otra lección que le enseñaba la Virgen María. Para Fr. Jesús, era necesario aprender bien esta lección. La caridad sin humildad pierde el sentido espiritual. Por eso, tenía que profundizar en la humildad, porque es el sustrato de todas las acciones de la vida, es como el ingrediente que da gusto y sabor a las obras que agradan a Dios. Con esta lección él visitaba a sus pobres, buscando los momentos más discretos para no ser visto. Llevando siempre la sonrisa, la ternura y la Palabra de Dios. Ésta no podía faltar. Si actuaba como providencia del Padre, el pobre tenía que saber que era Dios el que actuaba, al que hay que dar gracias, rezarle y cumplir su santa voluntad.

A los pies de María, la Madre de la fe, escuchándola en la lectura es donde multiplicó él su fe, como creció su espíritu. En el silencio de la fe con María, comenzó a tener fuerza su espiritualidad, y a crecer en él la figura de la maternidad. No era él el que entraba en posesión de la gracia, sino que al lado de María, él quedaba poseído e impregnado por la gracia. Esto creaba una armonía en él que abarcaba toda su persona, parecía que formaba un todo con Ella, había un crecimiento tanto en el servicio y la disponibilidad, como en toda su persona. Él mismo creó un estilo de vida espiritual, en el que se intuía la constante renovación que se daba en su mundo, manifestado en obras y palabras.

Recitaba todos los días y en momento solemne en exclusiva para María el Magníficat, dándole entonación espiritual, como si fuera cantado en la catedral universal del cosmos angélico. "Ha desplegado la fuerza de su brazo, ha destruido los planes de los soberbios, ha derribado a los poderosos de su trono, como ha colmado de bienes a los hambrientos y a los ricos los despide vacíos." (Lc. 1 51-53). Esto había que proclamarlo con la vida y el espíritu, con las obras y las palabras, que el magníficat fuera el cántico de la creación, el himno de los humildes, de los que son como María. Que se izara en lo más alto el canto de los pobres porque está compuesto por María.

También la alabanza formaba parte de su vida integradora para con Dios. En esto se identificó fielmente con la Virgen, haciendo de su vida continua oración. Deseaba que su vida fuera una humilde plegaria que exalta el triunfo de Dios por María. Que su oración de alabanza reforzara la debilidad del pobre que sólo confía en Dios. Que todo su espíritu, con ánimo sincero y puro, se sintiera saciado por la Palabra bíblica, como lo hizo María. Este canto transformaba su vida.

Del magníficat hizo Fr. Jesús su cántico espiritual, en el que él actuaba de solista y coro a la vez, era una interpretación totalmente personal, con ritmo y movimientos orquestales vibrantes, en el que entonaba el "yo" de María, y con María lo proclamaba lleno de espíritu: "Mi alma glorifica... mi espíritu... mi salvador"… Esta era una oración que le salía del interior, como una explosión de alegría incontenible, porque proclamaba con María los dones que de Dios recibía. De ahí que nos invitara muchas veces para que juntos alabáramos la grandeza del Señor. "Ensalcemos juntos su santo nombre". "Me gozaré en Dios mi salvador", "porque ha mirado la humillación de su esclava" (Sal. 34, 4; 35, 9; Hab. 3, 18; Lc. 1, 48).

María en su Magníficat entra en alianza con los pobres, con los humilde, con los enfermos, como si cantara todo el Evangelio y la Biblia por su mismo cántico: "Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos y yo os aliviaré" (Mt. 11, 28). Era la misma Madre la que le invitaba a sostener, a ayudar, a acoger y socorrer a todos los pobres y leprosos, con los que se encontró en su camino. La oración con la limosna, tiene valor, pero si se le pone amor, se vuelve aún más gracia y bendición celeste. Es María la que le enseñó cómo debía alabar, amar con caridad, despojándose de vanidad, sin buscar el propio interés. María no le pedía que fuera a Ella, sino que por medio de Ella se encaminara a Dios, aprendiera a fiarse de Él, a esperar y confiar como lo hizo Ella, hasta que también llegue a él la encarnación de Dios, ganada por Cristo.


Fiel hasta en los detalles.


Un buen discípulo de María no deja pasar por alto los detalles importantes, vividos por la Maestra en su espíritu. Tampoco el hermano Jesús pasó por alto ante el dolor de la Madre. El dolor no sólo nos sensibiliza, sino que nos solidariza. Es espada de doble filo: nos purifica y nos santifica. El misterio del dolor va paralelo al del amor. Quien ama mucho, sufre mucho. Ahí está el ejemplo de Cristo y María, nuestros modelos. Cuando Fr. Jesús hablaba sobre el dolor de la Madre o el de Cristo, lo hacía como el que tiene la lección bien leída y aprendida, lo había encarnado en su vida, hasta llorarlo emocionado con lágrimas incontenibles. En su interior vivía la amargura, la desolación, el odio, la persecución, el desprecio, la burla sarcástica, la ira y la tiranía empleada contra Cristo y la purísima Virgen. Las situaciones por las que pasaron, la vicisitudes y contratiempos, hasta el sumo dolor y el abandono, al que nadie puede llegar, todo fue meditación para él. "Mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor" (Lm. 1, 12).

Esta meditación del dolor, a Fr. Jesús le purificaba y abría su espíritu al amor. El hombre espiritual pasa por todos estos momentos, los vive en el espíritu y con ellos construye la fortaleza en la que reina el amor. Por encima del dolor reina el amor. "Que sea el amor el que nos asemeje a María", decía él. La luz del amor tiene que ser como la estrella que guió a los Magos de oriente hasta la cuna de Belén. Allí depositaron los cofres de sus gozos y esperanzas. La luz de la fe y la esperanza, les había llevado hasta Dios, encarnado en suma pureza e inocencia y hecho niño en María.

Cuando llegaba este misterio litúrgico de la Natividad, Fr. Jesús lo vivía como persona totalmente transformada. Entraba en un mundo de inocencia y bondad, de sencillez y cordialidad, de caridad y solidaridad, que parecía el mundo angelical que cantó al Niño Dios ante el Belén, deseando la paz a los que están llenos de buena voluntad, porque los ama el Señor. Jugaba, reía y se hacía niño, oraba y alababa a Dios con el alma de un santo, se hacía caridad para el pobre, rey Mago para los niños, hermano de Francisco que vivía y dejaba que se encarnara la auténtica Navidad en él.

La estrella espiritual de María era la que le iluminaba el sentido sobrenatural de la vida. Con María apareció la gran estrella de su vida. Ella sí que era "el lucero de la mañana" que tantas veces él observó en las madrugadas de Arenas. La que guiaba e iluminaba las sendas de su vida. La que cargaba su interior de súplicas y alabanzas intercesoras por los pobres y necesitados. La que ponía en él un corazón ardiente para amar y servir. La que llenaba de viva energía para trabajar y crear armonía en la vida religiosa. Ella era la que le creaba bondad y ternura, para llevar un testimonio de vida, con palabra evangélica que hablara de Dios, que purificara la mente ofuscada, pacificando y dulcificando el inquieto corazón, cargado de amarguras y desalientos "hasta que descanse en ti", Señor.

La lengua del mal está llena de dudas astutas y engaños, de mentiras halagüeñas y falsedades. El mal sembró calumnias contra la pureza de María, menospreció el origen de Jesús y puso en duda su misión. "¿Pero, no es este el hijo del carpintero" (Lc. 4, 22). También Fr. Jesús tenía que estar preparado, porque se le pondría en tela de juicio su forma de vida. Su espiritualidad crecía y atraía a muchos y eso creaba envidias. El místico siempre es juzgado, a veces hasta con resabio y mala intención. El que quiera ser bueno "tiene que tomar la cruz, y cargarla sobre los hombros sin mirar atrás" (Mt. 16, 24; 9, 61). Porque se abrazó a la cruz, en él creció la continua sencillez, la bondad, lo espontáneo, la caridad y generosidad, el estímulo del servicio y perfección, como la entera profundización en el misterio de Cristo y de María. Y ese sobresalir, que muchos criticaban y ponían en tela de juicio, a él le ayudó a crecer en humildad.


La atracción del modelo


El icono de María peregrina y prófuga como el de Cristo, era motivo que le hacía no sólo reflexionar, sino que se convertían en polos de atracción. Frente a las dificultades que implica el creer y tomarse la vida espiritual en serio, allí estaba la fiel confianza (N). Él le pedía mucho a la Virgen que le ayudara a ser humilde, para que nunca su persona fuera orgullosa y altanera, que le diera un corazón de niño, puro y transparente como el agua del manantial, al estilo de la Virgen, la "pura, santa y llena de gracia", a la que él quería copiar. Que su fidelidad a la Virgen le hiciera progresar, como progresó ella en el misterio del Hijo, pasando de secreto por la vida, con el corazón abierto a la admiración, las sorpresas y las comunicaciones de Dios.

Cuando comentaba el pasaje de las bodas de Caná de Galilea: "no tienen vino"162, Fr. Jesús lo hacía con alegría y notables admiraciones, valorando el detalle de la Virgen para evitar el sufrimiento y apuro de los nuevos esposos. Pero lo que más le llamaba la atención, era la forma tan confiada de orar que tenía María. Presentó la petición y dejó que Cristo actuara. Se retiró y confió plenamente, dejó que Él hiciera el milagro, como si Ella no hubiera intervenido (N).

Esta forma de orar confiando, es lo que quería Fr. Jesús imitar. María le dio una prueba de su original mansedumbre, de tacto y de circunspección maternal. Ella tomó como causa propia los apuros y desazón de los demás. No permitió que sufrieran estando Ella allí, por eso acudió a Jesús sabiendo lo que le pedía y a quién se lo pedía. La fe confiada de María puso todo en movimiento, apareció ese amor humano-divino que la Madre llevaba dentro. Ella comenzó a amar, como antes había amado. Todo el amor en Ella se hizo divino. La lección del amor es la que hizo a Fr. Jesús vivir ese estilo de María. Amó al hermano, al pobre, al necesitado, al niño, al enfermo, como María nos ama en Dios.

Para Fr. Jesús, Dios es el prójimo, el hermano, al que amaba de corazón, cuanto en caridad le servía. Quien ama de verdad, hace de su yo un tú. Su forma de amar él la hizo evangelio y precepto. "Amar al prójimo como a sí mismo". "Si no sabes amarte a ti mismo, no podrás amar verdaderamente al otro", dice San Agustín (N). Fr. Jesús, en María, aprendió a ser un yo pobre, pero habitado por Ella.

Él se emocionaba y repetía muchas veces, la palabra que le dirigió Cristo a María estando en la cruz: "Ahí tienes a tu hijo" (Jn. 19, 26). "Ahora, Madre mía", decía Fr. Jesús, "San Juan soy yo; él era santo y yo pecador. ¡Virgen María, recibe a este pobre fraile que te implora!, a este Fr. Jesús tan necesitado de tu amor materno. Nunca mereceré el título que Cristo, tu Hijo, me ha dado: ser hijo tuyo y tú ser mi Madre. Pero sé que tú me amas más por ser más pobre, por no saber corresponder a esa fineza de tu amor. Eres tú, con tu infinita bondad, la que llenas mi vida de amor, la que me enseñas a mirar a Dios, la que me das confianza, e infundes gozo y felicidad. Sólo tú, Virgen María, eres mi Madre; ya que apenas conocí a la que me dio la vida humana, por la que ruego la tengas a tu lado. La vida para mí eres tú que me llenas de la vida del mismo Dios. Por ti me viene la gracia y la riqueza de ser hijo de Dios. ¡Gracias, Madre mía! Que toda mi vida te pertenezca siempre; que todo cuanto hay en mí sea tuyo. Y te ruego con toda el alma, que nunca me dejes ni me abandones, que me defiendas del mal, para que siempre pueda estar a tu lado. Para que mis ojos se miren siempre en tu infinita pureza, hasta poder cantar las alabanzas divinas junto a ti y todos los santos, "cuando Cristo reciba junto al Padre la gloria infinita de todos los redimidos" (Lc. 9, 26).

En sus fervorines y sermones a los religiosos, recordaba muchos de estos pensamientos. Tenía asimiladas las ideas porque las vivía dentro de su espíritu. Incluso recordaba frases, expresiones, ideas y conceptos, aprendidos casi de memoria, de "La Mística Ciudad de Dios", donde se citan y se hacen muchas veces alusión al Cantar de los Cantares, a la mujer fuerte de la Biblia, recordando el infinito amor de Dios hacia su amada, en clara alusión a la Virgen María (N). A su vez, el libro del Apocalipsis, presenta la figura gloriosa de María, cual mujer cubierta por la luz del sol, como lo está el mismo Dios (Ap. 12, 1 s.), suspendida sobre la luna y coronada de doce estrellas. Aquella imagen tantas veces evocada, era para Fr. Jesús, la que llenaba su interioridad y todos sus pensamientos. Se alegraba como un niño recordando el triunfo de María ante el Dragón infernal, al tiempo que se alzaba como la Madre del Mesías, el Cristo cabeza de la Iglesia, donde aún Cristo sigue continuamente naciendo a través de la Palabra, la Eucaristía y los sacramentos.


Su identidad mariana.


Este apartado nos llevaría muy lejos si le dedicáramos un estudio más profundo, pero ahora esto no entra en nuestro proyecto. Sólo queremos resaltar algunos aspectos que fueron muy manifiestos en él, ya que su espiritualidad, enteramente mariana, la vivió con toda integridad. Él partió desde cero y progresó durante toda su vida, centrado en ese seguimiento vocacional a María, a la que constituye su maestra y abogada, llegando a alcanzar su espiritualidad altura teológica, pero no una teología estudiada, sino vivida con amor y pasión. Y el cristiano que actúa en la Iglesia de acuerdo con lo que cree, piensa y comprende, es teólogo cristiano en el pleno sentido del vocablo.

El hecho de que su mariología sea en su mayor parte, el resultado y fruto de su oración y contemplación, como de sus vivencias interiores o estados místicos, indica que su vida está en esa línea de espiritualidad mística de los santos. No podemos intuir bien la profundidad de sus vivencias, como la de sus experiencias, en esos estados íntimos y misteriosos de fe, al igual que no podemos entrar en el recinto del santuario inefable de su yo, ya que él no nos ha dejado ningún escrito o documento por el que podamos juzgar sus vivencias espirituales. Aquí hablamos de los testimonios que vimos, oímos y contemplamos en él durante su vida.

Como franciscano sencillo, expresó y buscó con amor el defender a la Madre Inmaculada, siguiendo la vía de la belleza de La Mística Ciudad de Dios, la misma que defiende la Iglesia y nos ha ofrecido a lo largo de los siglos. Todos los privilegios de la Virgen Inmaculada y Madre de Jesús, hablan de la colaboración con Cristo en la obra de redención, la misma maternidad espiritual de la Iglesia, de los apóstoles y de todos los fieles; todo está en total sintonía con el Vaticano II, al que Fr. Jesús siguió en su enseñanza conciliar con verdadero interés renovador (L G. c. 8)

Fr. Jesús, como artista del espíritu, amaba y le gustaba también la belleza del arte, en especial el inmaculista, porque en él se enaltece la pureza de María, y están ensalzando con sus bellas obras, la figura que representa a la Virgen santa, como la mujer vestida de sol, con rayos purísimos donde se destaca la belleza humana de María, a través de la cual se nos hace accesible la belleza sobrenatural. Para él María era la "llena de Gracia", "la llena de Dios", como "la llena del Espíritu Santo", cuya gracia se refleja en Ella con incomparable esplendor y belleza. Sus ojos sencillos los tenía puestos en la que es todo pureza y belleza incontaminada y daba gracias a Dios por haberla hecho pura, santa, llena de gracias y habérnosla dado por Madre.

Todo esto era fruto y testimonio diario de una vida íntima, donde se reflexiona, medita, observa y se estiman los valores humanos vividos junto a los que le visitaban y en la fraternidad, que fue donde habló y manifestó sus íntimas vivencias espirituales marianas, expresadas con artísticos gestos y palabras enfervorizadas, hablando tanto de la belleza como del misterio de la Trinidad o de la Encarnación, especialmente del puesto de la Virgen Santísima en los designios salvíficos de Dios, a veces relatados con la pasión de un vidente y la emoción incontenible del que lo vive como real con pena y sufrimiento por no poder expresarse mejor, para decir cuánto sentía y conocía en su interior espiritual.

Son los hermanos los que nos han trasmitido estas experiencias de las que ellos fueron testigos. Todos ellos nos dicen que observaron un gran progreso espiritual, siempre guiado por la Madre, la que siempre tenía en su labios, dando explicaciones acompañadas con signos y gestos exteriores, en los que se intuía un gran entramado espiritual interior, donde fluía la existencia privilegiada y singular de un corazón ardiente y apasionado por la Virgen María, siempre alimentado por un amor inefable hacía Ella. Todo cuanto decía y expresaba, en conceptos sencillos, era una limpia teología mariana, muy propia de la espiritualidad mística del que ha nacido a la luz de la fe, sin escuela y vive al calor de la llama de un amor vivo, renovado y entrañable, sin las ataduras ni prejuicios doctrinales del experto que teologiza.

Ya hemos dicho que inició su espiritualidad mariana desde el comienzo de su vida religiosa. Lo importante fue el progreso continuo que se realizó en él, llegando al final de su vida a una madurez y claridad de espíritu de entera fidelidad a María, acumulando numerosas experiencias místicas y espirituales, en las que dominaba el equilibrio de bondad y sensatez admirables, fruto de sus años de reflexión y superación espiritual, como de la madurez humana asentada en el fiel cumplimiento de la voluntad de Dios.

Al final se manifestó en él un estado de ánimo lleno de paz y de armonía, como entregado en su mente y en su alma, siempre a la entera disponibilidad de dejarse conducir por el que inhabitaba su alma y la posee desde siempre. Atrás quedan vencidas las dificultades que entorpecían su vivir la unión de Dios en el sacramento humilde del hermano, ahora han quedado las puertas abiertas al tabernáculo obediente del Dios fraterno. Aquel amor de María, autodesplegado en ternura y fidelidad hacia el Hijo amado, es el que llegaba hasta él, lleno de misericordia y en prodigioso misterio de compasión. Para Fr. Jesús aquellos ojos que son siempre misericordiosos, ahora le miraban y se manifestaban en él donosos y compasivos. La fina educación trabajada por la Maestra espiritual, tocaba a su fin. Él miraba sus manos cargadas de empeños y esfuerzos por edificar una humilde morada a semejanza de la de María, a la que hizo dueña de toda su existencia que la donó por entero. Y de aquellos despojos de su tienda, edificados en la Mística Ciudad de Dios, Ella, como Maestra de todo su edificio, edificó una morada santa, adornada con símbolos que hablaban de fiel devoción y entero seguimiento espiritual. El pequeño edificio quedó constituido en posesión de La Mística Ciudad de Dios. A Ella le pertenece por estar en la morada santa donde Dios habita.


LA SANTIDAD VIVIDA EN SILENCIO


En toda La Mística Ciudad de Dios reinaba el espiritual silencio de paz. Ese silencio santo que impacta como una gran sinfonía que no se puede interrumpir; toda ella estaba llena de acordes celestes, donde todo es melodía en génesis de gracia. Aquella sosegada armonía de paz llenaba de presencias divinas. Aquí el silencio es el que abre la puerta de la Mística Ciudad, porque sólo el silencio es el que introduce al contacto del diálogo divino. Los ojos silenciosos se iluminan y toda la persona se hace ritmo sagrado. La santidad se construye en el silencio.

El núcleo más íntimo de la espiritualidad cristiana se edifica en el silencio. La oración y meditación espiritual requieren silencio. Quien no sabe hacer silencio en su vida, no puede experimentar a Dios. Sólo cuando mi yo enmudece, doy espacio al tiempo de Dios. El sacramento del silencio genera un estado de continuo recogimiento, de apertura a lo trascendente. Fr. Jesús deseaba el tiempo del silencio, lo vivía, de ahí que buscara el silencio para ser penetrado por la luz que le venía de lo alto, invitándole a vivir el tiempo místico de Dios.

Aquellos silencios espiritualizados que vivía, se volvían Palabra de Dios. Es el tiempo de la escucha, cuando más se enriquece nuestro espíritu de la vida y belleza la gracia, al tiempo que hay mayor acercamiento a Él. Abrir La Mística Ciudad era abrirse a la gracia. Un libro santo derriba el vacío interior, destruye la oscuridad de nuestras sombras y levanta cosmos de luz y belleza interior. El sabio necesita muchos libros para llenar su mente, mientras que el santo, de uno solo, hace maravillosos universos habitados por Dios.

Este es el punto de partida y llegada del hermano Fr. Jesús. La santidad hay que beberla en la fuente misma de la gracia. Porque allí corría el agua clara "de las fuentes bíblicas" (N). De ahí que "La Mística Ciudad de Dios" se levantara sobre su vida para construir la gótica catedral de su espiritualidad, rodeándola de murallas almenadas, como defensa de su espiritual castillo interior, donde resplandece la luz de la gracia, transformada en vidriera de multiforme belleza.


Al amparo de La Mística Ciudad.


Ya dijimos que cuando Fr. Jesús entró por primera vez en esta Mística Ciudad, fue como una revelación porque encontró misteriosamente a la Virgen María, y en ella descubrió la más fascinante belleza de la Madre, adornada de todas las gracias, elegida de Dios para morada santa, donde naciera el Mesías Redentor.

Desde las primeras páginas se sintió transportado al tiempo y lugar de la Virgen, como viviendo en la misma ciudad de María. Aquella ciudad de belleza abismal le abrió su mente y su espíritu al más sorprendente conocimiento que tanto anhelaba, al tiempo que comenzó a vivir una vida nueva, en compañía de la más excelsa criatura, con la que siempre soñaba su alma, la Madre.

Desde aquel primer encuentro, entró en esa ciudad misteriosa y encantada con deseo de no salir de ella. Allí entró como hijo pródigo, vestido de pobre, suplicando poner su humilde tiendecita, aunque fuera de esclavo, pues quería gastar su vida en permanente morada, junto aquella Madre de amor misericordioso (N). También Ella, imitan-do al Padre del hijo pródigo, le cubrió con su traje inmaculado de gracia, le puso el anillo de hijo, se hizo una gran fiesta en el silencio, porque aquel hijo, llamado Fr. Jesús, había vuelto a casa de la Madre.

Por eso, cada día recorrerá las calles de esa ciudad, tratando de conocerla mejor. Cada lectura le descubrirá más portentos y maravillas, todas encerradas y ocultas en esa Mística Ciudad de Dios, solo visibles a los abiertos a la fe. De ahí que el que entra en esta Mística Ciudad se santifica y sólo se sale santo para vivir la santidad de Dios.

Sin duda alguna que fue para él el libro de su vida, donde cada día al leerlo se reconfortaba y se santificaba, se miraba en María como espejo de Dios, la escuchaba abriendo sus oídos a la palabra que le hablaba y dejaba que se hiciera vida en él. Aquella lectura tenía poder, era sabia y docta, había gracia en ella, revelaba la Verdad. Dios hablaba por ella. Por eso él, desde el primer momento la creyó, la hizo suya, dejó que se encarnara en su vida, que le santificara. Con ella, echó profundas raíces, se asentó sobre esta roca, para que ni los vientos enfurecidos, ni las aguas tormentosas lo anegaran, o el fuego devorador, pudieran consumirlo.

Descubrió desde el primer momento, que con la Mística Ciudad había entrado Dios en su casa con tanta donosura y gracia, que nada podía igualar. Más que poner él su humilde tienda en aquella ciudad, era Dios mismo el que ponía su tienda-tabernáculo en él. Por eso sintió tanto gusto y tanta afición por acudir a esta Mística Ciudad, que ya no quiso salir de ella. La tomó por la morada de Dios en su vida. Se identificó con ella. La hizo mensaje y profecía para su vida.

Dios mismo era el que le hablaba en la belleza de María. Y cuando se descubre la belleza de Dios y la de María, ya no es posible vivir sin esa hermosura soberana. Cuando se gusta el amor y el gozo de Dios, ya no hay hambre para otro pan. Dejarle o cambiarle por otro, sería romper la profecía, traicionarse a sí mismo, profanar la vida, correr el riesgo de perder lo bueno y santo, cambiar a Dios por el pecado, vivir lo caduco y lleno de muerte.

Para una persona sencilla y creativa, como era Fr. Jesús, este libro llenaba su mente de símbolos, de imágenes espirituales, que le hacían ver la realidad misma de la historia vivida por nuestra Madre, la Virgen María. En su mente y en su corazón se vivían las cosas como hechos y sucesos reales. Él leía aquella historia espiritual de María, desde el mundo místico del espíritu, idealizando sus deseos, espiritualizando todo su contenido, dejando operar a la gracia.

Con aquel libro no sólo descubrió la historia de María, le reveló los designios providentes de Dios; como le descubría la maravillosa creación del universo con sus criaturas; la creación de los ángeles; la rebelión de Lucifer y aparición del mal. Y sobre todas las criaturas, vio que se alza la obra maestra de Dios, la que contiene todas las maravillas del universo, la que supera toda hermosura y grandeza del cosmos creado, la que encierra y contiene todas las gracias y dones, la que Dios creó como reflejo de sí mismo, con sus propias manos, para Madre de su Hijo, el Mesías, el enviado para salvar a la humanidad hundida en el pecado (N).


Hacer de la vida "Laudes de alabanza".


Esa divina criatura nacida en este mundo es la Virgen MARÍA. De la que recordando títulos hacía laudes de alabanza. Ella es: La "Ciudad habitada por Dios", "El tabernáculo sagrado que contiene la Palabra, el Logos, el Verbo de la vida", Ella es la "Morada Santa donde se encarnó el Hijo de Dios", "La predilecta de Dios", "El amor y complacencia de Dios", "La nueva Eva y corredentora", "El Arca de la Alianza", "La puerta del cielo", "La rosa sin espinas", La Ciudad Santa. "La nueva Jerusalén", El "Cielo nuevo" y la "Tierra nueva", "El signo de la creación", "La vencedora del Dragón", La que nos trajo al Salvador. Ella es la "Ciudad sobre el monte", Es. "La Mística Ciudad de Dios" (N).

Enumeraba de memoria todas estas prerrogativas descritas en la Mística Ciudad, con la maravillosa unción de una mística espiritual, como es la M Ágreda. Quedaba tocado por la gracia, con el deseo de hacerlas meditación espiritual continuada. A Fr. Jesús aquel libro le robó el corazón porque le llenó de gracia. Allí estaba la fuente de su santidad. Aquello era lo que él quería, lo que deseaba vivir y conocer de la Madre, de la Virgen María, la que ocupó para siempre el centro de su existencia; su verdadero amor por el que él tanto suspiraba y no encontraba. Por eso, al encontrar este tesoro, "la perla escondida", llenó todo su espíritu de gozo, se abrazó a él, como el niño se abraza a su madre; lo estrechó junto a su espíritu con toda su fuerza espiritual. Con él su vida entró en el gozo de la Madre.

El Evangelio se hizo nuevo en él y dijo gozoso como el honrado y piadoso Simeón:

"Ahora Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en Paz,
Porque mis ojos han visto al Salvador" (y a la Madre) (N).

En su construir la santidad, Ella era la paz, el sosiego, la aurora y la luz mañanera de cada día; Ella era la gloria de los creyentes, el refugio de los que buscan amparo. María sería su camino, la que le conducía a la vida de santidad, la que le llenaba de verdad. ¿Cómo no leerlo todos los días, si era para él el mayor deleite, el encuentro esperado y deseado del día? Cada encuentro no era sólo el hablar con la Virgen, Ella le llenaba de conocimientos bíblicos y religiosos, humanos y sociales. Le hablaba del cielo, del Padre, de Cristo, de la historia de la salvación. Allí lo tenía todo.

Leer, meditar, rezar, hablar, pacificar la vida, fortalecer el espíritu, entrar en ambiente espiritual, en el mundo de María, llenándose de silencio santo el espíritu, dejando que Dios comenzara a hablarle, que se revelase a través de María, que entrara hasta el fondo de su alma. Allí estaba él, activo y receptivo, en esa alta ciencia divina que lo trasciende todo; cerrados los ojos humanos, situado en ese punto donde el hombre ya no ve, sino que el espíritu se llena de luz, para entrar en el eterno ver.

Sin darse cuenta, Dios había comenzado en él su trabajo de santificación, haciendo sabiduría del silencio, conocimiento revelador, experiencia santificadora del ponerse en sus manos por María, tocando el misterio y entrando con Ella en la gran victoria, tras el máximo esfuerzo vivo y activo. Al despojarse de todo lo finito, desasirse de todo apego, se estaba alejando del hombre viejo y renaciendo a la vida nueva, a ese saber infuso e intuitivo de Dios, donde Él mismo nos introduce en el mundo de la gracia y santidad.

Cuando Fr. Jesús llegó al fondo de sí mismo, descubrió que era Ella la que estaba dando sentido y profundidad a su vida. Abandonado y embelesado en la pureza de María, vio que con Ella se rasgaba la oscuridad de su tiniebla y en su pobre noche aparecía la luz. Allí estaba María llena de luz, como el ideal de la belleza sublimada, como la obra de Dios hecha arte de infinita gracia divina, animándole e invitándole al fiel seguimiento de Cristo. Ella misma se ofrecía por cirineo para hacer llevadera la cruz, convirtiendo el Calvario de la vida, en monte de luz y de transfiguración, de triunfo y de gloria, de alegre mañana de resurrección. ¿Cómo negarse ante esta invitación de la Madre?


María, icono y espejo de santidad.


El buscador de santidad en la Mística Ciudad se sentía cada día más fascinado y asombrado contemplando la infinita belleza de Dios, reflejada en la criatura más hermosa que Dios creó como modelo de belleza. Aquella imagen que es espejo de santidad, seducía con sólo mirarla y era tanta la ternura y bondad que brillaba en ella, que no sólo enajenaba los sentidos, sino que dejaba herido de amor al corazón. Porque la gran obra de Dios está resumida en: MARÍA. ¿Cómo no mirarse cada día, en ese espejo y modelo de santidad? Por eso crecía en él el deseo de imitarla para ser de verdad hijo de María.

Esto requiere fidelidad, perseverancia, viviendo la vida y virtudes que hermosean a la Madre. Para parecerse a Ella, había que hacer comunión, escritura santa de Dios, Palabra reveladora y santificadora. Esto es lo que la "Mística Ciudad de Dios", bajo la autonomía de María, maestra del espíritu, le hizo a Fr. Jesús fundamentar en Ella su teología mística y espiritual. Nada de extraño que con tan singular y excepcional Maestra, progresara con tanta rapidez, que hasta los doctos y entendidos se preguntaran, de dónde le vendría ese saber de Dios y de María, para hablar con tanta altura espiritual.

Dios se revela a todo el que le busca. Fr. Jesús le buscaba en el amor de la Madre, donde se proyecta el amor de Dios. En el amor puro de María, se hacía vivo el amor de Dios. Él buscaba ese amor y se le reveló, "a la sombra del Hijo amado". Estaba necesitado de amor y Dios le hizo abundar en el amor. Ella era la razón del amor, que al contemplarlo en Ella, se le volvía visión de Dios, como el amor infinito que crea el universo. Aquel amor perfecto y bienaventurado le llenaba de sabiduría y conocimiento de Dios. ¿Cómo no mirarse en este espejo de santidad?

En medio de la noche su meditación se hacía luz. Cristo estaba allí, como el sol interior que disipa las tinieblas hecho luz en Ella, la que le llenaba de claridad absoluta, permitiéndole ver la santidad de Dios, oír su Palabra, conocer la bondad, la ternura manifestada en el amor de la Madre. Esto era como una evidencia del amor de Dios revelado en Ella, que supera toda evidencia intrahumana, donde el hombre corpóreo espiritualizado, toma conciencia y certeza de ver, gustar y sentir internamente que Dios está presente, actualizado en Ella, pues había algo que iba llenando su espíritu de gracia y fuerza, que le mantenía abierto y desvelado ante sus ojos.

Mirar y ser mirado, es la prueba más hermosa para la criatura humana, ya que crea la certeza de estar ante los ojos del Creador, sentir el influjo de su gracia hecha sabiduría espiritual, saber que Dios está presente, que la santidad infinita se hace presencia luminosa, reveladora de la divinidad, la que infunde la certeza de "andar en la presencia de Dios", de hacer visible y real la "obediencia de la fe".

Fr. Jesús buscaba ese tiempo oportuno que es propicio para la dimensión de la escucha de Dios. Tiempo que los Santos Padres lo caracterizan como el tiempo de "ver y ser visto por Dios", ya que nada pasa sin ser visto por Él, pues "Él otea hasta los confines de la tierra y ve cuanto hay bajo los cielos" (Jb. 28,24). Las miradas de Dios levantan siempre de la postración al que está humillado, ya que su mirar compasivo es gracia y bendición, "Los ojos de Dios se fijan en aquellos que esperan en su amor" (Sal. 33, 18).

Por eso, Fr. Jesús acudía con ansia a la cita de amor, aquello le sabía a pan reciente, a miel sobre hojuela, como el pan bendito de ángeles; estaba impregnado de sabor a sacramento, a promesa de unión santa. Aquel ritual se hacía cada noche misterio de gracia, liturgia mística de teofanía salvífica, que transformaba y santificaba su vida. Cada encuentro con María era encuentro con el Dios viviente, que presupone bendición y éxtasis de elevación en la criatura, pues su presencia eleva la capacidad de la persona, colocándola en el estrado de la gracia y divinidad de Dios. Cuanto más entra la criatura en el espacio de Dios, tanto más comprende el misterio de gracia, como gracia y vida de Dios. Entrar en oración es entrar en misterio y cuanto más se profundiza en el misterio, tanto más se entra sosegadamente en reconocimiento de la divinidad de Dios, pues traspasada la oscuridad misteriosa, se entra en la transcendencia del amor de Dios, que está por encima de toda comprensión.

Fr. Jesús decía, que Ella en cada lectura le infundía la fuerza del espíritu de Dios, le resucitaba a la vida nueva, a la vida de gloria, a la vida graciosa que se vive en el espacio de la santidad de Dios. Era como entrar en el don de la libertad perfecta, donde comienza el tiempo de la belleza irresistible del verdadero amor de Dios. Esto fue lo que rompió la cadena de su esclavitud; en Ella Dios había puesto la suprema libertad, "la libertad de los hijos de Dios".

Para el místico, el saber de Dios es una exigencia de su interior, es la sabiduría del justo. "El principio de la sabiduría es el temor de Dios y sólo el necio la desprecia" (Pr. 1, 7). La sabiduría del temeroso de Dios es la obediencia, que siempre le mantiene en cumplimiento de la voluntad de Dios. Fr. Jesús cuidaba mucho la obediencia, porque sabía que era la sabiduría de la vida espiritual.

El franciscano San Buenaventura nos dejó escrito, que la sabiduría es el "Itinerario que recorre la mente hacia Dios" (N). Por supuesto que no se trata de la sabiduría del saber humano, sino del desprendimiento de las cosas terrenas y la purificación por la virtud, hasta alcanzar la paz y unión con Dios, como la gran sabiduría en obediencia. Es la "ciencia trascendiendo" que a Fr. Jesús le llevaba a Dios, porque era vivir la obediencia de María. En Ella encontró la verdad y la sabiduría de Dios. El proyecto de Dios es un plan de amor que nos ha venido por María. Ella es la maestra del amor y la fidelidad. "Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios" (I Jn. 4, 8). María es el ejemplo. Para llegar a ese amor hay que someter el orgullo a la obediencia y conquistar la humildad día a día. Renunciarse a sí mismo y poner la persona al servicio de los demás. Esto lo aprendió pronto el hermano Jesús. Se hizo servicio permanente para todos, dejó que creciera el amor a los pobres, el cariño y la ternura para los niños, la caridad y el servicio para los enfermos, la disponibilidad para los que le solicitaban, el consejo y la palabra de fe como catequesis permanente. En realidad, toda la vida la vivió como don, servicio y amor en obediencia. Porque el modelo a seguir lo tenía en María.

Cuando se lee escuchando a Dios, dándole espacio al tiempo de Dios, inmediatamente se opera el milagro de la gracia, se deja sentir la presencia vital de Dios como impulso creador. Es lo que le pasaba a Fr. Jesús, se ponía a la escucha de María, al tiempo que entraba en experiencia con Dios mediante el ámbito de María, se abría a lo tangible de Dios, visible en María, a la dimensión profunda del misterio hecho luz en la realidad virginal de la Virgen Madre. Era una experiencia llena de apertura a la vida nueva, con total sintonía de paz, de alegría interior, engendradora belleza y de gracia.

Cuando llenaba su vida de Dios contemplada en María, dejaba de leer, pero no de escuchar los ecos de la infinita bondad que le llegaban de la palabra, llenos de gracia y de presencia santificadora. Para el que vive en Dios no hay caducidad de tiempo, todo es vida y presencia de Dios. El presente y el futuro, todo es tiempo "orientado" a la plenificación de Dios. El tiempo en Él, ha encontrado su eje inmutable. Se vive en el día de la LUZ, el presente sin ocaso. Para Fr. Jesús la vida estaba orientada en comunión de fe con María y en eternidad de amor a Cristo. También él decía con San Pablo: "para mí la vida es Cristo" (Fil. 1, 21), porque el que sigue la vida en Cristo, orientada por María, tiene la vida de Dios, el eterno Oriente. Ese tal ha comenzado a vivir el tiempo sagrado, el tiempo de Dios que es santo, sacramental, tiempo de resurrección y vida permanente.

Aunque muchos sabían la devoción que tenía a la lectura de este libro, pocos intuyeron la trascendencia espiritual que se estaba operando en él. Porque todo esto Fr. Jesús lo vivió en respetuoso silencio, sin que apenas se enteraran los hermanos, sólo Dios tomaba buena nota sin dejar detalle. El místico, el hombre espiritual, es la persona que vive escondida en el silencio de Dios, y las relaciones de su experiencia sólo cuentan ante Dios. Sólo cuando termina su vida es cuando se aprecia algo de la experiencia mística que ha vivido. Es el mismo Dios el que aprecia mejor que nadie su experiencia de fe cristiana y eclesial, de las que se sirve para abrir nuevos cauces para la compensación del mensaje evangélico.

En Fr. Jesús siempre brilló un gran equilibrio humano con capacidad de acción. Y frente a sus grandes luchas contra las imperfecciones humanas, en donde muchos entran en depresión o desequilibrio de la psique, él se mantuvo ecuánime y firme, con gran equilibrio de sensatez espiritual, profundizando cada día en la mansedumbre, en la humildad, la misericordia, la dulzura y la comprensión, tanto en lo fraternal como en las relaciones humanas.

El tantas veces citado monseñor Ricardo Blázquez, con palabras certeras dice de él: "Al lado de Fr. Jesús se comprendía con claridad lo que es un creyente en Dios, un discípulo del Señor, un hijo del "Poverello" de Asís y un espejo de Pedro de Alcántara. Era una presencia acrisolada por Dios y de esta manera un testigo transparente de su cercanía y de su misericordia para con los pobres y enfermos, sencillos y pecadores. En Fr. Jesús se podía apreciar qué tipo de persona crea la entrega sin reservas a Dios, revelado en Jesucristo. Junto al hermano Jesús se recibía la garantía de que Dios existe y es bueno, de que el Evangelio es la verdad, de que la acogida del Padre Dios crea fraternidad honda y amable; hasta las mismas cosas creadas por Dios emiten un mensaje de fraternidad a los hombres. De manera sencilla y vigorosa, manifiesta y profunda, se transparentaba en Jesús lo que es ser cristiano y franciscano, ser hermano de todos y estar cerca de los necesitados, gozar con los que se alegran y sufrir con los que padecen. Dios le había creado un corazón humilde, sensible y generoso" (N).

Mudo y archivado se conserva el libro de La Mística Ciudad de Dios, que él tantas veces leyó. Aunque no puede hablar, él es testigo de los grandes momentos místicos, de las horas de luz y de gracias que se ejercieron ante él, como los momentos emocionantes, llenos de fervor y estremecedores de instantes sublimes, generadores de experiencias teofánicas, donde abundan los ardientes deseos de imitar y seguir a la que es todo gracia, pureza y belleza sublimada. Cuántos arrebatos espirituales de este hermano encendidos de amor han presenciado sus páginas, hecho todo contemplación y admirando a la que es la "obra perfecta de Dios", "el milagro de su omnipotencia", "el abismo de gracia" (N), salida de las manos del Padre. Cuántos momentos de dulce emoción le harían verter lágrimas incontenibles de agradecimiento, por habérsele dado Jesús por Madre.

Realmente sus páginas guardan en misterioso secreto las fieles promesas de amor y de entrega de un enamorado en alto grado de la Virgen. Ese libro es el arcano secreto de las teofanías impresas en su mente, realizadas en horas interminables de meditación, de escucha, de ojos iluminados para ver la tan excelsa y singular belleza de la que es y está "toda llena de gracia", es amada de Dios, la misma que le robó el corazón y por la que se hizo fiel esclavo de María, la MADRE. Allí está como un pequeño "arca de la alianza" (Ex. 25, 10-22), al que sólo cuando se lo mira con ojos espirituales ilumina nuestra mente y nuestro espíritu, llenándolo de luz reveladora de Cristo y de María, por quien nos viene la gracia y la salvación. Allí, en fin, está este tesoro escondido esperando, como profeta lleno de sabiduría, para comunicar "toda ciencia trascendiendo", que santificó a Fr. Jesús, llenándole del "buen olor de santidad" que se desprende de esa vida de la Virgen María.