4. Su cristología

CRISTO, CENTRO ANGULAR.


El descubrimiento de la Mística Ciudad de Dios encerraba tesoros inagotables para el hermano Fr. Jesús. Aquella Mística Ciudad, "morada santa habitada por Dios", toda ella era perfecta, bien ordenada, marcando el oriente de Dios y toda encaminada hacia el punto céntrico angular, en el que confluían todas las direcciones. Calles, plazas, palacios (dones, virtudes, gracias…), todo estaba señalado y destinado al dueño y Señor absoluto de la Mística Ciudad, para quien y por quien había sido construida toda la urbe. Como punto vértice sobre la cúspide para ser vista desde toda la Ciudad, ondeaba una bandera victoriosa que le proclamaba al Dueño y Señor como: "Rey de reyes y Señor de los señores" (Ap. 19, 16). Era el signo glorioso con el cual "el Altísimo le encumbró sobre todo y le otorgó el título que sobrepasa todo título; de modo que a ese título de JESÚS, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda boca proclame que Jesucristo, el Mesías, es Señor, para gloria de Dios Padre" (Fil. 2, 9-11). 

Aquel imponente y maravilloso hallazgo llenó de gozo todos los sentimientos de Fr. Jesús, encontró al Señor. Este es el nombre que más ha utilizado a lo largo de su vida Fr. Jesús. Cristo es el Señor, la piedra angular, El Crucificado, el que nos salva. No le descubrió él, fue Ella, la Maestra, la que le condujo suave y dulcemente al que es el centro de la vida; la piedra fundamental del creyente, el que ha sido puesto para ser Camino, Verdad y Vida. El que nos enseña e invita a conocer mejor al Padre, proclama en nosotros el Reino de Dios, y el que quiere que todos formemos la gran familia de los hijos de Dios. 

Ahora, el interés por leer y conocer mejor esta Mística Ciudad era doble, pues no sólo era el saber de la Madre, sino el conocer paso a paso la historia del Hijo, narrada en paralelo con la de la Madre. Aquí, el viajero de la Mística Ciudad, cada noche se asombraba de las fascinantes maravillas que se anunciaban del Hijo de María. Madre e Hijo iluminaban todo la Mística Ciudad, puestos como el misterio de la vida. Ellos eran la respuesta de su existencia, el único ideal por el que gastar la vida, el verdadero universo de amor que ama hasta el infinito y multiplica el amor. 

Pero aquí también encuentra el dolor, las pruebas, el sufrimiento. Son como lecciones de humanismo y compasión que aprende, le enseñan hasta dónde puede ser proscrita la criatura humana; hasta dónde se puede rebajarse el ser humano, maltratado y escupido el Varón de Dolores. También Fr. Jesús se siente flagelado cuando contempla al Hijo de la Madre, cuando ve en Él las espinas, las bofetadas, las risas, las burlas, el odio, la venganza, la sin-compasión. Esta reflexión le hace entender el sufrimiento de uno mismo. Para él, abrirse al amor compasivo es entrar en el amor de Dios. Por eso él, ante esta ejemplaridad del Señor, siente su cercanía, desea su encuentro con el ser humillado, pobre, despreciado, para asemejarse a Él. 

Pero junto a todo esto, Fr. Jesús ha comenzado a aprender y hacer lo que Él le dice, "lo que diga el Señor"; lo que la Señora diga. Y Ella, como Madre buena, le revela el gozo del "nuevo cielo y la nueva tierra" la victoria de nuestro Dios; donde aparecen revestidos de hermosura y gracia el Señor y la Madre. De esta forma, el que no conoció a la madre de la tierra, encuentra en este libro la gracia de saber quién es su Madre, y cómo esta Madre espejo donde él se mira, estará a su lado para hacer el camino juntos. 

¿Cómo no entusiasmarse con esta Ciudad y sentir más sed cada día, pues se abrasaba en ardor, ya que cada día escalaba un peldaño de la revelación, se acrecentaba el éxtasis del amor y Dios se hacía más cercano y encarnado en su vida? 


1º.--CRISTO.
Camino de Vida 


En esta historia divina de la Madre, Fr. Jesús encontró el camino para profundizar en el conocimiento de Cristo. Por eso tomó este libro para crecer, profundizar y progresar en la vida espiritual. María sería el hilo conductor de toda esa maravillosa doctrina desplegada en "La Mística Ciudad de Dios". Porque era la Madre la que más quería que el verdadero centro de toda esa divina historia fuera Él, ya que todo gira en torno a ese seguimiento de la vida de Cristo, y Él es, el fundamento de todas las gracias y prerrogativas concedidas a la maternidad de la Virgen María. 

Por otra parte, él mismo descubrió que el deseo y la misión de la Virgen María, es introducir a Cristo en el mundo y dar a los hombres un Salvador. Aunque esto no quita el reconocer que María, al ser elegida para Madre de Dios, quedara señalada y realizara el oficio de mediadora y fiadora, con una relación real y salvífica con Cristo, sacramento de la humanidad. 

En realidad, toda la vida de Fr. Jesús está centrada en Cristo Jesús, el Hijo de María, como camino que conduce al Padre, quien nos ha enviado a su Hijo y Salvador. La Virgen ha sido la que mejor ha encarnado el Evangelio de Cristo, y Ella le ayudaría a descubrir a ese Cristo pobre y crucificado. Por eso, para Fr. Jesús Cristo es el camino a seguir durante toda su vida; de ahí que él viviera y con frecuencia sintiera el pensamiento de San Pablo: "para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir en Él" (Fil. 1, 21). 

Desde el origen de la fe, el camino del cristiano es un vivir y conocer mejor a Cristo para identificarse con Él. Y toda la existencia de nuestra fe es un movimiento encaminado a la filiación de Dios, que nos viene por Cristo. El camino de perfección es un continuo formarse en el conocimiento de Dios, que nos viene por el Evangelio. 

El Evangelio está en la base de toda la vida religiosa. Fr. Jesús, desde el comienzo de su vida de franciscano, recibió la norma y regla de vida a seguir, que es: "guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviéndolo en pobreza, obediencia y castidad" (N). Siguiendo esta regla, él se tomó desde el comienzo muy en serio la vida de perfección, ya que su meta y su deseo era ser santo de verdad. Por eso buscó la imitación de Cristo siguiendo los modelos del Padre San Francisco de Asís, como el de San Pedro de Alcántara, santo al que él quiso imitar, y sobre todo y muy especialmente, el modelo de la Virgen María, ya que siguiéndola a Ella, e imitando a estos santos, él también viviría y llegaría a esa vida de santidad. 

Para llegar a esa imitación y perfección, hay que comenzar por va-vaciarse de todo lo que no sea verdad, bondad, sinceridad y humildad, llenándose no sólo del modo de pensar, sentir y amar de Cristo, sino de vivirlo identificado con Él. Este itinerario espiritual lo haría Fr. Jesús siempre acompañado de María y asistido por el Espíritu Santo, al que él invocaba muchas veces, como lo hacía también invocando al Padre. 

Y de la vida de comunidad con todas sus cosas, Fr. Jesús hizo un hito constructor de su camino personal y comunitario, donde trataba de ejemplarizar el Evangelio, poniendo la mirada siempre en Cristo, centrándola en la entrega y donación de servicio al hermano, para vivir la relación filial con Dios y fraterna con los hermanos. 

El primer paso a dar en este camino fue el de la oración, unida al silencio de sí mismo, dejando espacio al misterio inaccesible en el que Cristo se presenta. Enseguida la oración se le volvió escucha de la Palabra de Dios. Palabra que le abrió a las llamadas de Dios. A las resonancias del más allá, libre de toda especulación, conquista o triunfo humano. Sólo esa apertura a la Palabra, siempre cargada de presencias y vivida en el silencio, le llevaría a la santidad. 

Fr. Jesús, enseguida tomó conciencia de que la Palabra de Dios vivida personalmente, a modo de anuncio y proclama de Evangelio, se hace siempre audible y más cuando es proyectada en la comunidad y en el hermano, vivida en el silencio y con entrega de servicio. Así, en cada hermano, Dios le ofrecía la oportunidad de conocerle mejor, de entrar en comunión de amor. En humildad, pero con un corazón puro y entregado a los demás, llegaría a vivir el evangelio de los bienaventurados y limpios de corazón, que ya han comenzado aquí a vivir el Reino de Dios, ese verdadero amor universalizado en Cristo y María. 

Orando a los pies de Cristo y mirando al crucificado, descubrió el verdadero amor y la profunda humildad, la humillación, la kénosis, que dice San Pablo. Cristo primero se vació de sí mismo, para ofrecer amor. Ahí está con la cabeza inclinada, los brazos extendidos y las manos abiertas a la renuncia, como están sus pies clavados y el costado accesible a la donación. Todo le estaba diciendo a Fr. Jesús cuál era el camino de aquel que se toma la vida en serio y quiere llegar a identificarse con Él. 

Imagen similar la descubriría en el Padre San Francisco, traspasado en sus manos, pies y costado, por ese amor genuino y compasivo que Cristo imprimió en su alma. Esto mismo le recordaba también la entrega de la Virgen María, cuando asistió al sacrificio del "Mártir martirizado, al Herido dejándola herida, al Crucificado con Él crucificada, al Traspasado siendo también traspasada" (N), bellamente contado por San Buenaventura. Todo ello le evocaba e invitaba a abrazar y tomar la cruz, para ser en verdad discípulo de Cristo. 

Lejos de desalentarle estos ejemplos de dolor, le estimulaban más. También él, desde sus años de niño, la cruz de Cristo le abrazó antes a él, se puso sobre sus hombros sin pedirla. Ella le enseñó lo duro que era llevarla siendo niño huérfano, y teniendo que pasar por tan duro calvario en castigos de la abuela, cuando era muy niño, aunque la cruz más amarga para su niñez, fue la pérdida de la hermana mayor, cuando sólo contaba ocho años; aquellas fueron como terribles caídas en su calvario que debilitaban su ideal, dejándole casi sin fuerzas para seguir adelante. Su tartamudez de niño, como la pobreza y la falta de cariño, con muchas privaciones de pobreza, carencias y limitaciones, eran coronas de espinas, o tal vez, los palos travesaños de la cruz que comenzaron a configurarlo con la de Cristo. 


a).-- La Cruz, símbolo de su vida. 


La cruz sería el signo de su vida, el emblema y estandarte que ondearía en su camino. Tal vez, fuera esta la razón por la que él eligió, en su profesión religiosa, ese nombre nuevo de: Fr. Jesús de la Cruz (se llamaba Joaquín Carlos Paredes Pérez). Esta elección no fue al azar, fue deseada, buscada y amada por él, como se ama la misma vida. El don de la vida es el primer mensaje de amor que Dios nos da. Él desde niño abrazó la cruz, porque en ella se abrazaba a Cristo, llevando su mismo nombre y aceptando el signo redentor de la cruz como Él, para conformarse en lo posible al Crucificado. 

En la cruz de Cristo fue donde Fr. Jesús encontró el mejor sentido de su espiritualidad. Desde niño con su pequeña experiencia de la cruz, daba sentido a su unión con Cristo, de cuya imagen de amor le venía la fortaleza del seguimiento, como el deseo infinito de unión e irradiación divina que llenaba toda su mente, cuya efigie estaba concentrada en la imagen del Cristo, pobre y crucificado. 

La cruz fue el libro primero de su vida, el que mejor le enseñó a leer la vida y los designios de Dios. Ella fue la dulce respuesta de amor que Dios le dio en el sufrimiento. Cuando de niño lloraba al sentir el dolor de la cruz del abandono, en las oscuras y duras noches del castigo, que como férreos clavos desgarraban los años tiernos de su inocencia. También él suplicaba al Padre como Cristo, con las manos en oración y llanto en su corazón, pidiendo que pasara aquel cáliz de su vida, aunque él no sabía aún lo que significa ese: "que cumpla tu voluntad" (Lc. 22, 42.). Era el designio, la providencia de Dios, de quien nada pasa de largo y todo tiene sentido de amor infinito. Dios se adelantaba, tomaba la iniciativa en su vida. Era su carta de presentación, su invitación a tomar la cruz y seguirle. En la cruz leyó ininterrumpidamente la ciencia de Cristo, y sólo en ella alcanzó a entender los designios y la revelación del misterio de Dios. Después, recordando esto Fr. Jesús repetirá muchas veces: "cuanto más nos aproximamos a Dios, mayor es la experiencia de amor que nos lleva a la cruz de Cristo". 

Como auténtico atleta de Cristo, Fr. Jesús tomó la cruz cada día, viviéndola y meditándola como el libro de la gran sabiduría. Para el que no tiene la teología de los estudios, Cristo crucificado es la cátedra del saber, donde el discurso de la experiencia llena la mente y el corazón de la sabiduría incomprensible que hay en esa misteriosa ciencia del camino humilde. 

Para el que sigue a Cristo, la simple sabiduría amorosa de la cruz del humilde, se convierte en la gran sabiduría, en esa ciencia sabia que hace girar al mundo en torno a lo divino, donde se opera la verdadera trascendencia del hombre a Dios, y donde el hombre encuentra la luz de la belleza y fuente inagotable de la infinita sabiduría. 

En Fr. Jesús, toda la vida del camino religioso fue como una subida sinuosa en ese humilde calvario personal, cual una subida al monte de la inmolación de cada día. Cargar con la cruz y saber llevarla con gozo en el caminar de la vida, es saber vivir y entender el evangelio de Cristo, en esa dimensión espiritual de la santidad. El que conforma su espíritu con la imagen de la cruz, hermosea toda su existencia configurándola con la de Cristo. También Cristo se hará para él luz reveladora y monte de transfiguración, donde el sol de la gracia irradie para él la vida sobrenatural. Este era el proyecto de Fr. Jesús, ofrecer a los demás la belleza de la cruz, mostrándosela siempre con un corazón alegre, visible en su sonrisa cargada de bondad, como respuesta mística al amor ardiente del crucificado. 

Del Padre San Francisco aprendió que, cuando se vive inflamado de amor por el crucificado, se configura la persona entera, hasta que-dar estigmatizado con sus mismas señales de amor. Pero es el espíritu el que se inflama y recibe antes esos estigmas de la gracia, que llegarán como resultado del amor. Sólo cuando el vivir y el sentir se hacen coloquio íntimo y secreto, la persona entera se hace irradiación e impronta del crucificado. Después vendrá el resultado, "como si el poder de fusión del fuego interior, hubiese dado lugar a la impresión de los estigmas de Francisco cual si fueran un sello de Cristo" (N)

Fr. Jesús estimaba mucho las vidas y ejemplos de los santos, porque de ellos aprendía a vivir esa espiritualidad que a ellos les llenó de gracia y santidad. El Padre San Francisco y San Pedro de Alcántara fueron los que más hondo calaron en él. A ellos les tenía devoción particular y con frecuencia hablaba de ellos o ponía ejemplos de lo que ellos vivieron o hicieron. Pero lo que más le atraía de ellos, era su forma de vivir encarnados en Cristo. Esto era lo que más deseaba imitar. Quería copiarlos para ser santo como ellos. Él sabía que no era cosa de unos días, sino de toda la vida. Por eso, comenzó a subir peldaño a peldaño con humildad la escala auténtica de la santidad, que es la que mejor lleva a Dios. Iba ayudado y guiado por María, con la compañía de estos santos de su devoción, porque sabía que el camino era largo. Escalar la cumbre del Espíritu divino que le trascendía no era fácil, por eso, se ayudaba de los santos. El mismo espíritu ayudado por la gracia hace que el hombre cobre fuerza espiritual, en la que actúa la proximidad y percepción de Dios. 

El proyecto de su vida religiosa era: ver a Cristo en el hermano, servirle y amarle en él, como Él hizo con nosotros. En el hermano está la riqueza y complejidad del misterio de Cristo. Muchas veces sus ojos tuvieron que llenarse de esa sobreabundancia del carisma espiritual franciscano, para descubrir en el hermano la imagen viviente de Dios, del Dios hermano que camina a mi lado, dando a su vivir sentido de armonía y belleza espiritual. Crecer en atenciones, progresar en servicios, avanzar en la compresión, adelantarse en la amabilidad, es comenzar a llenar la vida del esplendor de Cristo, hacerla palabra viva y sabiduría, donde se aspira el aroma sublime de la gracia. 

En este progreso fraterno y sencillo, Fr. Jesús se fue labrando su dimensión humana y divina. La imagen de Cristo pobre, fiel, humilde, peregrino, huésped, servidor y compasivo, tenía que encarnarse en el marco de su vida religiosa, para después poderla proyectar mejor en el pobre y necesitado. Tenía y quería profundizar en la oración y vida interior, en la travesía del desierto, para vencerse a sí mismo y dejar espacio a la acción de Dios, al estilo de Cristo y del Padre Francisco. 

El pasar desapercibido, en esa "espiritualidad del retiro" practicada en el Santuario de San Pedro de Alcántara (Arenas), es donde tomará en su vida fuerza y vigor la palabra escuchada y meditada a los pies de Cristo. En ese silencio creador y constructivo descansará el poder primordial de la firmeza encarnada en sus sentidos, que después será el que dé testimonio y ejemplo en su vida, como obra realizada por Dios en él. Su humilde palabra nacida en la reflexión, se hacía penetrante "como espada de doble filo" (Heb. 4, 12-13) que calaba en las gentes, porque su forma de hablar se iba haciendo para muchos palabra de Dios, palabra sincera, íntegra y llena de luz que iluminaba las mentes y creaba visión profética de fe. 

La base que sostenía todo el edificio espiritual de Fr. Jesús, era: la oración, meditación y vida eucarística. Todo lo demás: penitencia, sacrificio, renuncia, etc. será un empeño constante por vivir la vida centrada en Cristo. El Evangelio es el espejo donde se miraba todos los días, en lucha constante para no decaer ni establecer concesiones. La eucaristía diaria era la fuerza transformadora de todos sus proyectos, al tiempo que era el momento más importante del día, ya que Cristo se encarnaba en su existencia para dar sentido a su vivir y su obrar. 


2.---VIVIR LA PASIÓN DE CRISTO 


El vivir centrado en la meditación de La Mística Ciudad de Dios, le hizo a Fr. Jesús reflexionar mucho sobre la pasión de Cristo. Para él era sensacional y encantador seguir los primeros pasos de Jesús, en su vida de niño y joven. Para un hombre que tiene el alma joven en inocencia, vivir los detalles del joven Jesús junto a María, era como crecer en el gozo de la gracia manifestada en el Hijo de María. 

Pero así como los detalles de la vida joven de Cristo son escasos en los evangelios, son más abundantes las noticias en su vida pública, especialmente en la lucha por destruir la hipocresía, hacer luz con la verdad, practicar la caridad e implantar el Reino de Dios. Todo ello está proyectado en la Mística Ciudad como un camino que conduce al triunfo final, pero pasando antes por la terrible vía dolorosa del sufrimiento inhumano, cometido contra el inocentísimo Hijo de María, "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn. 1, 29). 

Aquí era donde Fr. Jesús detenía su mente y su corazón, tratando de profundizar más en el amor infinito que latía en la persona de Cristo. Las descripciones hechas en la Mística Ciudad, sobre la pasión y muerte del salvador, como el dolor por el que tuvo que pasar la Virgen María, le sobrecogían afligiendo su espíritu hasta hacerle verter lágrimas de dolor (N). Vivía estos acontecimientos como metido dentro del cortejo que seguía a Jesús, deteniéndose en cada actitud que provocaba o laceraba la sensibilidad del mismo Señor. Él mismo se veía mirado por Cristo con la misma lástima que miró a Pedro cuando le negó. Lloraba con profundo dolor porque en ocasiones había sido como un sayón con su látigo del pecado. Hasta le había vendido como Judas por besos de pasatiempo. Tampoco faltaron en su vida las cobardías de los apóstoles huidos, olvidándose también él de quien tanto le amaba. 

Toda la Pasión de Cristo la vivió una y muchas veces, recordando el amor infinito de Cristo. Quería como Pedro borrar sus debilidades y serle fiel, como el Apóstol, durante toda su vida. Cuando meditaba la pasión, me dijo alguna vez, que bajaba los ojos sin atreverse a mirar el cuadro de la Virgen que tenía en su celda. Sentía vergüenza de sí mismo y se sentía indigno hijo de tal Madre. Sólo cuando se calmaban sus lágrimas se atrevía a levantar la vista hacia Ella, que era la que le miraba con tanto cariño y ternura, que parecía decirle de parte del mismo Jesús: "tus pecados están perdonados" (Mt. 9, 2). 


a).- Vivir el sufrimiento con Cristo. 


Todo esto, fortalecía su crecimiento por vivir unido a Cristo, y guiado por la Madre en esta Mística Ciudad. Fue también cuando más centró su atención y reflexión sobre el misterio pascual, de forma especial, en los sufrimientos de su pasión y muerte. Sufrimientos que le imprimían carácter en su espíritu y una atracción irresistible por vivir los acontecimientos de la "terrible pasión", como decía él. En la medida que profundiza en el misterio del dolor, sufre apenado y siente en su espíritu la tortura de la flagelación, como la coronación de espinas, los insultos y salivazos, las burlas y mofas, que tiene que soportar el Señor humillado, en ese tiempo torturador de la pasión de Cristo (N)

Tampoco le deja indiferente la tortura por la que tiene que pasar la Virgen María. Le era imposible no llorar cuando nos hablaba sobre estos acontecimientos. Eran momentos que los vivía como en carne propia, Si se sentía avergonzado de sí mismo, como quien ha sido el más verdugo y malhechor contra Cristo, siendo su vida la causa de tales sufrimientos y amarguras hacia ese divino Redentor y su purísima Madre, la Virgen María, era porque vivía intensamente la pasión del Señor. Para él todos los demás éramos buenos, él era el malo y pecador, porque se veía a sí mismo imperfecto y lejos de merecer ese amor puro de María. Otras veces, sintiendo la auténtica compasión como hijo de María y hermano de Cristo, no sólo pedía disculpas y compasión, sino que nos invitaba a unirnos al amor misericordioso de Cristo y de la Virgen María, para contrarrestar nuestras actitudes rebeldes y pecadoras. 

Fr. Jesús con frecuencia nos invitaba a que leyéramos las descripciones que se hacen en la MCD. sobre estos acontecimientos de la pasión y muerte del Señor, donde se recuerda la infinita compasión y el inmenso dolor de Cristo y de la Virgen. "Momentos crueles, decía él, en los que los mismos ángeles no pueden resistir aquellas escenas, sin sentirse horrorizados y dejar que corran las lágrimas por su ojos" (N). Si Fr. Jesús las leía con mucha frecuencia, era para tener centrada su vida, en total unidad con Cristo y la Virgen María. Había entrado en ese ambiente de amor y unión, de fidelidad y lealtad, de fe y acatamiento, que su mente estaba llena de los misterios de Dios. Los ojos de su alma estaban sedientos de redención. Caminaba aún en el sequedal desierto de su arena en busca del agua viva, cuando apenas divisaba el oasis de amor que brotaba de la fuente viva que Cristo y María le mostraban. Por eso, no cesará de dar gracias por haber encontrado La Mística Ciudad de Dios, que abría su mente a lo divino. 

No era una falsa humildad el rebajarse y considerarse el mayor pecador. Tenía ante sus ojos la imagen real del Dios Amor, de ese Cristo verdadero, viviente y entregado, que llenaba toda su capacidad. Él era la realidad misma, el amor entregado por nosotros, el Dios misterio manifestado en amor. Por eso, su amor sincero a Cristo se hace un todo con la gracia que de Él recibe. Fr. Jesús vivía estos acontecimientos como eclipsados por el amor al Cristo pobre y crucificado por nuestro amor. Se notaba en su forma de estar ante la cruz, a la que siempre reverenciaba; había en él una transparencia de sentimientos, que hacían visibles sus pensamientos y sus afectos. Cristo estaba en el fondo de su espíritu. El Espíritu vivía y actuaba en él, habitaba en su morada, era el dueño y heredero de su vida. 

Realmente había calado en él una espiritualidad que tenía como base y fundamento al mismo Cristo, al que él trataba de imitar y vivir especialmente en estos misterios de salvación. 


3.---LA FIGURA DEL SEÑOR. 


En la Mística Ciudad descubrió la figura del Dios creador, que con su palabra da vida a todo. Él es el Altísimo y Omnipotente. A su vez, descubre igualmente al Dios Padre Todopoderoso, de quien siempre se hacía admiraciones. Como descubre al Espíritu Santo, el auténtico amigo y santificador, presente en la vida. La Santísima Trinidad será su veneración y su misterio insondable. Pero sobre todo, descubre la figura del SEÑOR, como resumen del Dios Trino y presente en todo. 

El Señor es la palabra que Fr. Jesús tenía constantemente en sus labios, en su mente y en su corazón. El Señor y la Madre eran para él claves; encerraban la sublime sabiduría y riqueza de su espíritu. No sabía hablar sin pronunciar con frecuencia estas dos palabras. Dichas por él tenían un acento especial, un significado más tierno y profundo. 

Siempre las decía rebosante de bondad, cariño, agradecimiento, fidelidad, ternura y sobre todo amor. Eran para él palabras puras, santas, sagradas, que sólo se pueden pronunciar con infinita veneración e inmenso respeto y amor. Para saber decirlas como las decía él, hay que pasar antes por una experiencia de fidelidad y de entrega convertida en amor. Él, cada vez que las articulaba, ponía al descubierto su corazón de enamorado. Al decirlas las regustaba como el que tiene miel en su labios, como el que ha saboreado la misma dulzura de la gracia, o como el que proclama un evangelio lleno de alabanzas y glorias, de agradecimientos y parabienes, porque para él todo estaba contenido en esas dos palabras: ¡El Señor y la Madre! 

Para Fr. Jesús, decir el Señor, era como decirlo todo. Para él, el Señor era el Creador del cielo y tierra, el que se revela en el universo, en las criaturas, en la vida, en la luz, en todo. Como el Señor era también el Padre amoroso, lleno de misericordia y compasión, el que cuida de todos y cada uno sin olvidarse de nadie. Era el Altísimo que con sus manos formó a la criatura más sublime, la hizo su "tabernáculo y morada" en la tierra, el lugar de encarnación del Hijo de Dios, que a su vez nos la dejó como Madre nuestra, la Virgen María. Otras veces decía el Señor dirigiéndose a Cristo, al Hijo de Dios y al Hijo de María, el que sufrió la muerte y pasión por nosotros y el que ahora vive resucitado junto al Padre. Como tampoco olvidaba que "nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es por gracia del Espíritu Santo" (I. Cor. 12, 3). 

De tal forma había construido su vida, su forma de pensar y de actuar, que el Señor y la Madre le salían por toda su persona. Era algo tan patente en él, que los oyentes no sólo lo percibían de sus labios, sino que lo comprobaban en su forma de ser, pensar, sentir y vivir. Había conformado toda su persona a los modelos con los que se quería identificar, de forma tal, que sus imágenes estaban como impresas en su misma vida. Parecía como habitado y estigmatizado en su interior, como el que ha logrado la ideal configuración con los modelos. 

Y de lo que abunda el corazón es lo que proclaman los labios y la vida. Nada de extraño el que al hablar hiciera catequesis, predicara y anunciara al Señor y la Madre. Es que no sabía hacer otra cosa, porque desde dentro de su ser hablaba el Señor con palabra de evangelio. Y si hablaba de la Madre, era la misma ternura llena de amor, había que decirlo y gritarlo con verdadero sentimiento, con toda la pasión que llevaba dentro, hasta vivir la emoción de las lágrimas. 

Esa forma de ser y su configuración con el Señor, llegó en él después de muchas horas de meditación, de mortificación, de cilicios, de oración y de silencios contemplando en Cristo la faz humana de Dios, sobre la que posa el Espíritu Santo, como revelador de la verdad y la belleza absoluta divino-humana. Fue ese tiempo en el que Fr. Jesús modeló y conformó toda su persona interior, alejándose de su persona vieja y caduca, al tiempo que renacía en él el hombre transformado según la imagen contemplada. 


a).--No era decir: ¡Señor! ¡Señor! sino vivirlo. 


Cuando se vive en ese grado de intensidad, la persona se vuelve otra. Se abre uno al pensar y sentir de la Iglesia, al vivir no sólo para si, sino para hacer de la vida un servicio, una proyección de valores evangélicos. Eso fue lo que Fr. Jesús trato de realizar desde su vida de hermano no clérigo. Tomó en serio el anuncio del evangelio y luego lo proyectaba en los pobres y necesitados, con ejemplos de vida, con palabras, obras y servicios de caridad. Él anunciaba al Señor para que fuera el mismo Señor quien realizara la obra de caridad y providencia, servida por su pobre siervo y Hermano Jesús. 

Toda esta forma de ser, vivir y sentir, lo aprendió de la Madre, su maestra espiritual. En el ejemplo de María aprendió a dejarlo todo para servir a los demás, a tener en sus labios constantemente el nombre del Señor, a saber aceptar las pruebas, los contratiempos y sufrimientos de la vida, a saber aceptar la voluntad de Dios, para que se cumplan sus santos designios, a dejar al Señor la iniciativa, para que sea Él, el que realice en nosotros la obra de la santificación comenzada por él desde el principio (N)

En su vida, como un libro abierto a los demás, se escuchaba con mucha frecuencia la expresión: ¡Ay Señor, Señor! Expresión con la que indicaba, que vivía en el Señor, que le tenía en su mente y corazón, que a pesar de su pobreza, de su inutilidad, de su condición pecadora, sabía que el Señor le amaba, estaba a su lado y dentro de él; por eso le salía del fondo de su alma esta expresión, al tiempo que sentía gozo y dicha al pronunciar su nombre, de ahí que lo dijera repetido y lo afirmara muchas veces, como proclama de alabanza y acción de gracias. 

En el trabajo diario era como una necesidad el decir ¡Señor, Señor! como afirmando que trabajaba por y para Él, que Él estaba presente en cuanto realizaba. Que era un pobre que no sabía hacer nada digno, pero aunque mal, todo lo hacía por Él y para Él. No faltaban veces en las que no le salían bien los trabajos o los tenía que repetir. Era entonces cuando decía más profundamente ¡Ay Señor, Señor! como indicando lo inútil que era sin su ayuda. 

Tal vez, lo que pasa más desapercibido es lo que tiene más valor, lo que es más digno de admirar en Fr. Jesús, era la devoción y el profundo respeto con que decía la palabra ¡Señor! pues decía Señor con gesto humilde mirando al suelo, como diciendo: aquí está tu siervo Fr. Jesús, al estilo de María, a diferencia que él siendo pecador, Dios le permitía pronunciar su nombre santo y agradecerle su gran bondad. Otras miraba al cielo para decirle ¡Señor! tú lo eres todo, que todo te alabe y proclame que tú eres el Señor de cielo y tierra. ¡Que se haga tu voluntad! "¡Bendito seas ahora y por siempre Señor!" (N), era su estribillo. 

Tanto el Señor como la Madre, en Fr. Jesús, constituyen una verdadera espiritualidad. Ellos son los que ocupan el centro de su fe. En ellos encuentra la Verdad, el seguimiento religioso, la respuesta al misterio de Dios. Por eso Ellos le cambiaban y transfiguraban su vida; eran los que llenaban de presencias divinas su pobre existencia, como eran para él, la respuesta donde descansaba su salvación y la del mundo. Ellos siguen actuando en presente a favor nuestro y haciendo posible el que se realice la salvación del mundo. Como son también, los modelos y espejos donde se proyecta la imagen del Padre, llenos de amor compasivo y misericordioso. Por eso sus nombres los tenía Fr. Jesús en todo su ser, cuerpo, mente, corazón y espíritu. 

Aún vive el recuerdo entre los que le conocimos de esa forma de decir ¡Señor, Señor! (él decía en su lenguaje arenense: "¡Señó!" "¡Señó!"), pero en ella apreciábamos el afecto e interés que tenía por nosotros, recomendándonos la protección del Señor e invitándonos a invocarle para obtener su ayuda. Nunca se lo agradeceremos todo el bien que nos hizo y todo el amor que nos tenía a todos. ¡Cuántas veces oró y se sacrificó por nosotros e intercedió al Señor, para que nos ayudara, nos diera la perseverancia en la vocación y nos hiciera la vida agradable! Y lo que distraídamente no le supimos decir antes, se lo decimos ahora de corazón: ¡Gracias, Fr. Jesús, y sigue ayudándonos! 


4. —VIVIR LA PRESENCIA DEL SEÑOR 


Nadie ha vivido con tanta integridad y perfección la presencia de Dios como la vivió nuestra Madre la Virgen María. La Mística Ciudad de Dios lo refleja con tanta belleza plástica, que es un modelo ejemplar en este sentido. Y para un artista del espíritu, que ha copiado de muchas formas este modelo, no podía quedar en el olvido de Fr. Jesús, sin ensayar la obra más artística y bella, para llevarla a la fiel integración de su vida. Vivir esta presencia era para él vital, como lo fue para la Virgen. Fr. Jesús la vivió en alto grado de perfección. 

Al hablar de la presencia de Dios en el alma, nos referimos a esa relación espiritual que se vive con otra persona, que habita dentro de mi "yo". Es como vivir unido a otro, coordinando la existencia armónicamente y cohabitando al mismo tiempo, como una sola existencia en total cordialidad de amor. Es esa fiel correlación de los que han tomado la vida, como una unión espiritual en la que Dios está presente, vivo y actual en el interior de la persona. Diríase que es una presencia paternal, dialogante, fiel y orante, que infunde confianza a la persona, dándole estabilidad y seguridad emocional, dentro de la fuerza envolvente que infunde la presencia de Dios. 

Ya conocemos por la fe la fuerza atractiva que ejerce Jesús resucitado en el creyente, especialmente para los que hacen de su Palabra Evangélica vivo mensaje de unión y santidad. Cristo mismo, es el primero que vive la presencia en las almas y en el mundo, ya que Él quiso quedarse perpetuamente entre nosotros: "Y sabed que yo estoy con vosotros siempre hasta el fin del mundo" (Mt. 28, 20). Su cuerpo glorioso y presente en la Eucaristía, nos ilumina y vivifica, como nos libra del mal y nos prepara para la resurrección futura. 

Y de modo más admirable aún, podemos decir todo esto de nuestra Madre la Virgen María, ya que Ella con su "cuerpo espiritual", y de modo muy especial participa en la Iglesia y los creyentes, en la misión salvadora de Cristo (N). La Mística Ciudad de Dios abunda en ejemplos que nos hablan de esta unión santa con Cristo y con el Altísimo (N).

Sin haber realizado un estudio sobre la presencia de Dios, Fr. Jesús vivió una auténtica presencia de Dios y de la Virgen María, manifestándola de forma real y visible en su vida, del que damos testimonio los que le conocimos y vivimos junto a él. Fr. Jesús vivía la presencia de Dios desde su vida apasionada, con verdadero recogimiento, devoción y fidelidad, ya que en su interior sentía el gozo deificante de estar al lado de María y en presencia de Señor. 

Vivir la presencia de Dios es un gran don, una gracia especial, una manifestación de amor a la persona, por la que se le adelanta, como obsequio, la posesión del don divino. Vivir la presencia de Dios, supone un elevado grado de perfección espiritual. Se llega a este estado de gracia, cuando la persona logra centrar su vida y su mente en Dios, haciendo de su forma de vivir un estado permanente de unión con el amado, con ese otro "yo" que vive en mí. 

Esa relación espiritual íntima que Fr. Jesús estableció entre su "yo" y el "tu" del Señor, le llevaba cada día a conocerle más íntimamente, a profundizar en su amistad, a comprenderle mejor y a amarle como Él nos amó. Y cuando se vive este hecho espiritual, de estar la persona relacionada con la de Cristo y unidas entre sí, se llega humanamente a sentirse plenamente colmado de paz y pletórico de gozo. La simple cercanía de personas que se aman, ya es un grado de gozo, pero es incomparable con el que vive la unión en sí mismo en grado de perfección mística, pues este grado penetra y corre por el espíritu el flujo positivo de la gracia, se toma conciencia personal de que el otro vive en mí y conmigo, en relación íntima y en plena participación de dones y gracias, con un vivir constante la unión (N)

Vivir la presencia de Dios, en Cristo o la Virgen, para el que está sediento de la divinidad, es como alcanzar la cima y haber entrado en el gozo revelador del don divino. Se tiene la impresión, de haberse introducido la persona en el edén celeste, donde el ideal de su aspiración es vivir todo para el Todo. El mismo Dios se hace para él asequible, dulce, personal, amigo, defensor que cuida y ayuda, sana y salva, protege y acaricia con la ternura de su inmenso amor. 

Todo esto es lo que Fr. Jesús vivía silenciosa y calladamente. Él vivía esa presencia de Dios, en compañía de la Virgen, como una realidad objetiva, tangible, íntima para él y perceptible para nosotros. 

Visiblemente se reflejaba en su figura una presencia comunica-dora de estar en contacto espiritual con la Madre celeste, que le hablaba de Cristo y le ayudaba a vivir bajo su constante influjo de gracia y unión santificadora. En él actuaba la Madre solícita que cooperaba con el Espíritu Santo, en la regeneración mística de "Cristo en el humano".

a).- Presencia teocéntrica. 


La teología de la presencia, para Fr. Jesús, está construida desde la base humilde del que busca a Dios, apoyado e iluminado con la luz de la pascua del Señor, meditada a los pies de María. La presencia de Cristo, en y por María, se manifiesta en él no sólo de forma espiritual, sino que la vivía en su vida de forma real, objetiva, directa, de forma vital, teocéntrica y ardientemente. Actuaba en él la experiencia mística de su viva meditación, centrada en la unión de pensamientos y sentimientos junto a la Virgen María. Leer la Mística Ciudad era unir más su vida a Dios, hacerle el centro de todo, centrar todo el pensamiento en Él. 

Lejos de él vivir una presencia intelectual, fría, desconocida para él, o de simple reflexión pasajera. La suya era viva y ardiente, totalmente entregada y activa, emocional y afectiva, llena de deseos y vivos sentimientos, que se traducían en actos de amor a los demás, en servicios y fidelidad a sus compromisos religiosos, como igualmente en fervorosas lágrimas emotivas, en fiel recogimiento interior y exterior. 

Desde que Fr. Jesús comenzó el proceso de su conversión, tomó conciencia de la importancia de vivir la presencia de Dios, tratando de hacerla una total realidad en su vida. Mediante la Madre, comenzó a gustarla y saborearla, hasta hacer de ella una ardiente y vital necesidad, "cual riqueza llena de belleza o vino que engendra vírgenes" (Zc. 9, 17). Sabía que aquella experiencia le vinculaba a la gracia, a la inhabitación de Dios en su espíritu, al amor fundamental e infinito de la misma Trinidad. 

Su constancia en la oración como en la lectura sobre la Virgen, le hacían entrar en ininterrumpido diálogo de presencia con Cristo y María. Aquella oración y reflexión perseverante, le llenaban de benéficos afectos y presencias permanentes de gracias. Postrado a sus pies era donde experimentaba la real cercanía y el don carismático de la presencia de Dios, como la dádiva maternal de María, vinculada a la condición gloriosa de Cristo, que es "Espíritu de vida" (I Cor. 15, 45). 

En la espiritualidad de la presencia es donde Fr. Jesús libró la batalla más liberadora de su espíritu. En ella derrotó a las pasiones e impulsos desenfrenados, con ella dominó las disipaciones y desórdenes que impedían gustar el amor del Cristo. La presencia constante de mantenerse unido a Cristo y la Virgen, sabiendo que ocupaban todos sus pensamientos y deseos, y que eran Ellos los que edificaban la santidad de su vida. El don de la presencia, que Fr. Jesús decía como gustando la dulce amistad de Dios, se volvió en él experiencia de Dios, fortaleza de fe en el seguimiento de Cristo, y gracia singular de caminar junto a María el camino de la belleza que lleva a la perfección. 

Esta espiritualidad de la presencia le impulsaba a cantar alabanzas cada día con los salmos del oficio, haciendo de cada lugar sacramento de presencia, lugar de estímulo a vivir la fe y las virtudes. Lejos estaba de él la ñoñería simplona, o afecto estéril; Fr. Jesús vivía centrado en la verdadera unión y amistad con Cristo, la filiación amorosa de los hijos de Dios, la verdadera inhabitación del Espíritu Santo. Siempre teniendo presente a la Madre, que es la que reproducía en él los rasgos espirituales del Hijo primogénito, y "es la que brilla ante los elegidos como modelo de virtudes" (N)

En su mismo porte externo, se notaba en él una profunda presencia que hacía pensar en el clima amoroso, inefable y misterioso en que vivía; vivencia gozosa que no se agotaba en él y que se manifestaba en su alegre sonrisa, como símbolo que le estaba trasformando y resucitando a la nueva vida de la gracia. 

Quien da el paso en la fe y opta por Dios, sabe que Él, en su Hijo, ha querido instaurar un nuevo modo de ser en los humanos. Desde la Encarnación del Verbo, nuestra vida en la tierra está transida de Dios. Él mismo se ha hecho hombre en el Hijo, por puro amor. Esta presencia íntima y personal, es para el que la vive en cercanía, apoyo, consuelo, guía, estímulo, intercambio recíproco y profunda participación de su vida y misterio. Fr. Jesús sabía muy bien que María estaba ligada al misterio de la redención y por eso acudía a Ella, para que entrara en su pobre vida y gradualmente la transformara en viva presencia de Dios. 

Honrar a la Madre y vivir la presencia de la Madre es vivir unidos a Dios en el Hijo, por el que Dios hizo todas las cosas (Col. 1, 15-16), y en quien el Padre ha querido que more toda la plenitud (Col. 1, 19). Fr. Jesús, siguiendo la línea de los santos y viviendo la experiencia de la presencia, supo ver con los ojos del alma a la Madre y llevarla muy dentro, meditándola y conservándola en su corazón. Mons. Ricardo Blázquez, que le conoció en vida, ha escrito de él: "Al lado de Fr. Jesús se comprendía con claridad lo que es un creyente en Dios, un discípulo del Señor, un hijo del "Poverello" de Asís, y un espejo de San Pedro de Alcántara. Era una presencia acrisolada por Dios y de esta manera, un testigo transparente de su cercanía y de su misericordia para con los pobres y enfermos, los sencillos y pecadores. En Fr. Jesús se podía apreciar qué tipo de persona crea la entrega sin reservas a Dios, revelado en Jesucristo. Junto al hermano Jesús se recibía la garantía de que Dios existe y es bueno, que el Evangelio es la verdad, que la acogida del Padre Dios crea fraternidad honda y amable; hasta las mismas cosas creadas por Dios emiten un mensaje de fraternidad a los hombres. De manera sencilla y vigorosa, manifiesta y profunda, se transparentaba en Fr. Jesús lo que es ser cristiano y franciscano, ser hermano de todos y estar cerca de los necesitados, gozar con los que se alegran y sufrir con los que padecen. Dios le había creado un corazón humilde, sensible y generoso" (N)


5.- VIVIR LA COMPASIÓN 


Toda la Biblia, como revelación y Palabra de Dios, es una proclamación de la misericordia y compasión de Dios por el hombre. Desde los orígenes, Dios se muestra compasivo y bondadoso, de tal forma, que su trascendencia se revela como amigo compasivo del hombre y en singular cercanía. Él ha querido compartir nuestro destino desde dentro. Y cuando llegó la prueba del dolor, Él se hizo aún más compasivo y misericordioso, se hizo totalmente un Dios con nosotros, un Dios amor, un Dios encarnado y semejante a nosotros, viviendo a nuestro lado. En la imagen de Jesús, el Hijo, Dios nos muestra su profunda compasión, en la que nos revela la inmensa compasión y amor que siente por nosotros. 

Y Cristo en el evangelio hace de la compasión un mandato amoroso hecho total realidad: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo" (Lc. 6, 36). La compasión de Cristo es una intervención amorosa y liberadora del hombre. Los relatos de curaciones, milagros e intervenciones del Nuevo Testamento, son revelaciones y manifestaciones de la compasión infinita de Dios. Dios se conmueve, se llena de misericordia, de ternura, se acerca amorosamente a nosotros, crea una atmósfera de amistad liberadora, nos invita a vivir el clima del amor: "Amad a vuestros enemigos" (Lc. 6, 27 ). Jesús se muestra como "la compasión de Dios". "Antes que Palabra, Luz, Verdad, Camino y Sabiduría, Jesús es compasión encarnada de Dios, inmensa y total misericordia por nosotros" (N)

En la Virgen María, Dios nos ha dejado el modelo más fiel de la compasión. Nadie como Ella vivió la compasión y la misericordia. Ella es la Madre compasiva, la llena de misericordia. Su compasión se hace modelo bíblico y teológico. Ella en la historia de la salvación, con su amor entregado y corredentor, se hace el signo de amor misericordioso de Dios, el corazón materno más compasivo, la que mejor refleja el amor misericordioso de Dios. Ella ha quedado en la Iglesia, como el ejemplo fiel de la compasión, la cooperadora del Hijo, en la obra de la salvación, la que mejor encarna y proclama con sus obras la misericordia y compasión hacia los humanos (N)

Esta es la fuente en la que Fr. Jesús bebió el agua limpia de la compasión. Admira la compasión de Cristo crucificado en la cruz, entregado en amor extremado por nosotros; como se deshace en lágrimas ante la Madre compasiva, llena de ternura y misericordia, que entrega su misma vida en el amor entrañable de su Hijo, para obtener la misericordia y compasión de Dios para nosotros (N).


a) Los primeros pasos compasivos. 


La lección de la compasión fue la primera lección que Fr. Jesús aprendió en su vida. Y la aprendió con lágrimas y sufrimientos cuando era muy niño, en las noches de abandono por las que tuvo que pasar. Cuando apenas contaba ocho años y la abuela le expulsaba de casa, para que durmiera al amparo de la noche. También él, con gemidos y llantos de dolor sin hallar compasión humana, con sus manos de niño extendidas al cielo, acudía y pedía compasión al Padre, como el único compasivo que libera amorosamente. También él, en esos momentos de desolación y abandono en las noches oscuras, "esperaba compasión y no la hubo, consoladores y no los encontró" (Sal.69, 21). La misma muerte de su hermana que murió a los 10 años, de la que él decía que era un ángel, le hizo pedir misericordia llorando. Pero Dios sembró la misericordia y él la vivió durante toda su vida. 

Jamás olvidará Fr. Jesús esta lección de la Compasión. Toda su vida será vivir e imitar la compasión de Cristo y de la Madre; ponerse al lado del necesitado, del que sufre y pasa por la dura prueba del abandono. Ayudar y estar al lado del que lo necesita, compartir el destino y la prueba del sufrimiento en el momento oportuno; apoyar al débil y necesitado, tener una mirada que levante nuestra debilidad hundida; poner el hombro de apoyo para que otro no se hunda; saber tener una palabra de amor compasivo. De muchas formas el compasivo vive y hace las veces de Dios, deja que Dios actúe por él. Esto es lo que realizó Fr. Jesús durante su vida en multitud de veces y calladamente, sin que los demás lo vieran o notaran, ya que él lo hacía todo por amor de Dios. 

La compasión supone capacidad que se hace vulnerable. Ser compasivo es mucho más que tener ternura, bondad, amabilidad o prestar un servicio. Sólo se entra en el ámbito de la compasión cuando uno entra en unidad de sufrimiento; cuando de verdad se padece (<pati> y <cum>) con el otro y se siente su mismo destino, viviendo la situación del otro sin quedarte neutral o indiferente. Hay que entrar en el espacio de vulnerabilidad y sensibilidad ante el dolor del otro, vivirlo, luchar y poner remedio para liberarlo. Es verdad que puramente compasivo sólo es Dios, revelado y manifestado en la imagen de Cristo compasivo, pero Cristo también nos invita a ser compasivos al estilo como lo es el Padre (Lc. 6, 36). Y para los que actúen y vivan la compasión de este mundo, se cumplirá la palabra evangélica de Cristo: "Venid vosotros, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, sed, estuve desnudo, enfermo, en la cárcel, y me disteis de comer…Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis" (Mt. 25, 31-41). 

Porque sufrió en su propia carne la compasión de Dios y la Virgen Madre, Fr. Jesús, creció constantemente en la virtud de la compasión. La misma compasión parece que le buscaba y le elegía a él, antes que él la eligiera. Se hacía amiga y llena de ternura, tomaba el rostro de Cristo o el misericordioso de la Madre. ¿Cómo negarse ante el pobre y necesitado, si con los ojos del corazón veía a Cristo y la Virgen? Y es que él los veía de verdad. Veía a la criatura de Dios, la imagen del Dios sufriente, del Dios necesitado, del Dios hermano. ¿Cómo no sentir amor y compasión, si él mismo era el que recibía más compasión de Dios en Cristo y la Virgen? De ahí que por ellos no le importa el gastar su vida, trabajar, pedir limosna, sufrir el insulto, el desprecio, el darle de lado, ni le importará el que le acusen, hablen mal o piensen mal de él; preferirá pasar por ingenuo, porque le engañen y piensen que es un pobrecito, es igual; él pasará por encima de todo, porque él los miraba con los ojos de Dios, hay que salvar al hermano, liberarle, ayudarle, estar a su lado y apoyarle, darle fuerza en el espíritu, aliento moral y consuelo en lo humano, porque está hundido en la miseria. 

Nadie vive mejor la compasión que el que es compasivo. Porque sólo él ha entrado en el misterio de Dios, misterio de amor y misericordia. El que ama da entrada y abre sus puertas al otro, deja que el otro se adueñe de su bondad, que entre en posesión de su "yo", que forme fraternidad con él, que se haga amor y sacramento, misterio de unión y santidad. Porque de esa forma, viviendo en ese grado humano de misericordia y compasión, no sólo vivía en el otro, sino que el "otro" formaba parte de su vida, de su fragilidad y vulnerabilidad, de su salvación y santificación. Sólo desde la compasión se entiende mejor el misterio de Dios, y se entra a formar parte del Reino de Dios, que ha comenzado aquí, manifestado en el amor infinito de un Dios compasivo. 


b) La compasión como don. 


La compasión en Fr. Jesús se hizo un verdadero don, un reflejo de la compasión de la Madre. Para Fr. Jesús la compasión tenía la fuerza de un mandato. Leyó muchas veces en los Evangelios los ejemplos de Cristo y de María, y vio, aprendió y contempló en ellos esa infinita compasión de Dios, ya que en ellos manifiesta la cercanía amorosa que siente el Padre por nosotros. Y el empeño de Fr. Jesús era mirarse en Cristo y en María en cada instante. Él sabía que en el pobre era donde recibía la compasión de Dios. Por eso, no le importaba el caminar kilómetros para llegar a la chabolita de la pobre viuda y llevarle ropa, alimentos y toda la ayuda que necesitara, pero sobre todo, hacerle compañía y compartir la amistad y la Palabra evangélica con ella, apoyarla especialmente en lo espiritual. Como no le importaba el hacerse amigo del pobre y del anciano, de abrazar al "leproso" –borracho, drogadicto- y mal oliente, como del necesitado y abandonado. El iba en busca de Cristo que le esperaba ahí, que desea que en su nombre les haga el milagro de curar su indigencia, que les lleve la riqueza del amor, que les cure la enfermedad del abandono y les devuelva la vida de esperanza. 

De la compasión hizo un don puesto al servicio del hermano; para él significaba y era un deber salvar al hermano, compartir la pobreza con el pobre enfermo, que está solo y se encuentra en el dolor y la desesperación, sin nadie que le ofrezca un consuelo. Como se llena de compasión y siente en su espíritu la tristeza del niño pobre y marginado. Por él lo deja todo, para llevarle los juguetes que alegren su vida. Le acaricia y le lleva dulces, ropas, para que su niñez supere la marginación de la pobreza. Como por compasión se hace él mismo pobre y pide ayuda o dinero para socorrer necesidades, enfermedades y situaciones límite. Él vive la compasión desde dentro de su espíritu. Tiene el sentido eclesial, de que su vida no le pertenece, que es un don recibido de Dios que hay que ponerlo al servicio de los demás, como lo hizo Cristo y lo vivió plenamente la Virgen María. 

Su forma de vivir, de pensar, de actuar y de hablar, era un leguaje de misericordia y compasión, que manifestaba y hacía ver la bondad de Dios, que sigue actuando en nosotros de forma dinámica, compartiendo la vida y el sufrimiento con los humanos. Juan Pablo II afirmaba que "la revelación del amor misericordioso y compasivo de Dios, alcanza su culminación en la cruz de Cristo" y que Cristo muerto y resucitado, es "la encarnación de la misericordia y compasión" (N)

Como auténtico enamorado de la Madre, trata de identificarse y asemejarse a ese amor tierno, misericordioso y compasivo de María, porque Ella es el espejo donde se mira cada día, como Ella es el fruto visible de la compasión de Dios, la "nueva mujer", la "nueva humanidad", la "primera redimida" del modo más perfecto, por ser la "llena de gracia" y la criatura que mejor refleja en su ser la misericordia y compasión. Ella es la que a Fr. Jesús le estimulaba su deseo de perfección, la que le dio ojos nuevos, ojos iluminados por la misericordia y compasión que tanto abundan en Ella. Y sin duda que "en María reconoció la "sonrisa de Dios", el reflejo inmaculado de la luz divina" (N)

Y como la compasión es caridad puesta en práctica, Fr. Jesús la hizo una realidad más en su vida; la practicó en la medida de sus posibilidades y limitaciones, pero él ardía en deseos de llevarla a la práctica, al estilo de los santos ideadores de obras asistenciales o sociales, en favor de los pobres y marginados, movimientos de caridad donde la compasión alcance a todos, comenzando por lo niños, los ancianos, los jóvenes sin olvidar a los pobres y marginados. Que todos reciban amor, compasión, catequesis y evangelización, llenas de eficacia, de misericordia y amor espiritual, que era lo que trataba de hacer él desde su condición de humilde religioso. 


c).—Compasión hecha caridad. 


La primera compasión había que vivirla con los hermanos religiosos, en la fraternidad, creando ambientes de bondad y de gozosa esperanza, de verdadera caridad; donde la misericordia compasiva sea el distintivo de los hijos de Dios, haciendo que el amor fraterno se haga real y visible, creando presencias de Dios, que ayuden a vivir la vida fraterna y evangélica. Que no sólo sea sentida, sino vivida con amor. En este recinto es donde a él le encantaba servir, trabajar, obedecer, orar, estar disponible, ayudar a todos, darles motivos para que se sientan contentos, satisfechos, a gusto consigo mismo, sin que sientan la pobreza o escasez de cosas. Que todos abran su corazón a la bondad, al amor compasivo, a la caridad. Que Dios lo llene todo y que la Madre esté en los labios, en la mente y en el corazón de todos. Que Ella sea la administradora del amor y la compasión de todos. Estas eran algunas de las ideas de sus "sermones" a los frailes. 

Vivir la compasión para él, era estar integrado en el misterio de Dios. Porque el que vive en estado de compasión está viviendo en continuo sacramento de unión a Dios. Él vivía el tiempo de la compasión y la misericordia, como el tiempo santo de Dios. Diríase que había entrado en la sabiduría del espíritu, en la bondad sabia, en la intimidad y la ciencia del que es "Todo compasión". El compasivo vive abrazado al mismo espíritu que fluye del Padre. Sólo se vive y se llega a esa experiencia de unión a Dios, cuando el corazón ha entrado en ambiente de verdadero amor. Un amor purificado por el silencio y la reflexión, que ha llegado a la cima y es pura entrega de sí mismo. Si Fr. Jesús llegó a esta compasión no fue obra de unos momentos aislados, sino de toda su existencia con voluntad decidida y entregada. Sentía la compasión con todo su ser humano. Los sentidos, las potencias, las virtudes y todos sus dones, eran vivas manifestaciones, cual piedras angulares que sostenían el arco de su compasión. 

Sin humildad no es posible la compasión. Hay que bajar primero al hondo de sí mismo, a la sede del "yo", donde habita el espíritu. Vaciarse y desocuparse, para que la experiencia del compasivo universalice todo nuestro espíritu. Fr. Jesús dejó que la compasión tomara el centro de su vida, se volviera ideal, unión apasionada, meta y perfección. De esta forma llenó el vacío interno que le traspasaba. La compasión le grabó en lo más íntimo de su espíritu la imagen de Dios, como esbozo anticipado que tenía lugar en cada llegada del infinitamente compasivo. En Cristo encontró la verdadera compasión, como recuerda Benedicto XVI, que "a su vez es la unión con todos los demás hermanos, a los que él se entrega" (N)

La misma dulzura de su sonrisa, estaba proclamando el misterio interno de su compasión, hecho todo misericordia, caridad y bondad para todos. Y con el paso del tiempo la centró más en Dios, creciendo en él la dulcedumbre del espíritu, donde afloraba el deleite del cumplimiento, la satisfacción de saber que el acatamiento se trasforma en gozo. El fundamento de su alegría estaba convertido en mansedumbre, se había anclado en la teología de la compasión. Su vivir cada día fue aprendiendo a ser compasivo, fue el gran don que le ayudó a vivir la trascendencia estrado de la santidad. Desde la misericordia y compasión, se puede construir un mundo mejor, un mundo donde florezca la caridad. Un mundo más humano y más cristiano, en el que predomine el sentido evangélico de la bondad, la generosidad y la filiación compasiva, que Fr. Jesús estaba convencido que viviendo el amor convertido en caridad y manifestado con la dulzura de la compasión, llegaría al marca el auténtico sentido de los hijos de Dios. Como lo hizo María en Caná, viviendo y practicando la misericordia y compasión y pasando desapercibida. 

Son muchos los gestos de compasión que quedan en el olvido, ya que él siempre obraba con discreción, pero que al menos se recuerden estos gestos con los que Fr. Jesús imitó y quiso parecerse a la que fue para él el ideal de su vida, ya que Ella era la que mejor hablaba de la misericordia de Dios, la que siempre nos invita a la contemplación y búsqueda del Dios compasivo y misericordioso, el que está siempre presente y cercano. 


6.- VIDA EUCARÍSTICA. 


Al viajero de la Mística Ciudad se le quedaron grabadas las íntimas eucaristías que vivió la Virgen María, celebradas por San Pedro y el discípulo amado en Éfeso. Aquellas "eucaristía" especiales entre la Madre y el Hijo, siendo testigo el Apóstol San Juan, cuando trataba de escribir su relato evangélico, como fiel testigo de lo que vieron sus ojos y palparon sus manos, aquellas "eucaristía" fueron las que quedaron como modelo para nuestro hermano Fr. Jesús. Él las leyó y meditó muchas veces en la Mística Ciudad, sintiendo siempre el deseo de imitar y vivir ese encuentro diario, con aquella intensidad que había en la Madre. No es posible, decía él, narrar con palabras los efectos santos que se producían en la Virgen María, al recibir a su mismo Hijo en la Eucaristía. Ella se transformaba en luz celeste, se elevaba sobre la tierra quedando toda absorta en aquel divino incendio de amor que se producía en el encuentro entre el Hijo y la Madre (N)

Aquel río de la gracia que inundaba a la Mística Ciudad, llenándola de divinidad y de sabiduría celeste, al entrar en contacto con las especies sagradas donde el Hijo estaba presente; aquel amor ardiente y sublime que se producía en esa unión, es algo que ni los ángeles ni los apóstoles supieron explicar, y que a Fr. Jesús le llenaba la mente y el corazón de afectos y movimientos purísimos, que le hacían saborear las eucaristías de cada día tratando de imitar a la Madre, para entrar en ese ambiente místico de unión y recibir todas las gracias, dones y virtudes, que fluyen al entrar en comunión santa con el mismo Hijo de Dios (N)

De ahí que después de cada comunión, Fr. Jesús tomara una postura intimista, concentrando todo su espíritu y su ser en la más viva unión realizada con el Hijo de Dios, a quién tenía en su interior y con el que quería formar un todo con Él. 

Para él la Eucaristía era el sacramento del amor, el fundamento de toda su vida. Cristo la instituyó en la última Cena y la Iglesia la celebra en el sacrificio de la Misa, donde se hace presente la realidad corporal del Señor, al proclamar las palabras sagradas: "Tomad y comed". "Yo soy el pan de vida y el que viene a mí ya no tendrá hambre" (N)

La Eucaristía es el sacramento del amor, el fundamento de vida para todo cristiano. Cristo la instituyó en la última Cena y la Iglesia la celebra en el sacrificio de la Misa, donde se hace presente la realidad corporal del Señor, con la proclama de las palabras: "Haced esto en memoria mía" (Lc. 22, 19). 

Para Fr. Jesús celebrar la Eucaristía era celebrar la Pascua del Señor. "El paso del Señor". Donde cada día Él libera de la esclavitud. Ella reúne y resume los símbolos de la Antigua Alianza, que eran anuncios y figuras de las realidades definitivas que se cumplirían en Jesús. Por eso Cristo, con la institución de la Eucaristía la víspera de su pasión, dio pleno cumplimiento al sacramento del amor, a la unión y adhesión totalmente a Él. Al instituir la Eucaristía, transformó y perfeccionó la Pascua antigua, celebrando en ella su propio sacrificio, su propia entrega. Desde entonces Él ha pasado a ser el auténtico "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn. 1, 29-36; cf, Is. 53, 7-12; cf. Ap. 5, 6,12; 13, 8). Y de aquella vieja Pascua Jesús hizo un nuevo Sacramento de amor. "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn. 13,34) y "hacedlo en memoria mía" (Lc. 22, 19 ). 

Cristo con la Eucaristía llegó al amor supremo, a la donación total de su persona. Quiso quedarse para siempre entre nosotros y hacerse alimento espiritual de nuestras almas. Desde entonces la Eucaristía tiene valor sacramental y de presencia santificadora para el que entra en comunión con Él. "Yo soy el pan vivo bajado del cielo: el que como de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn. 6, 51). Este sacramento constituye el fundamento de vida espiritual de todos los cristianos. La Eucaristía es el eje fundamental en la vida de la Iglesia, no sólo como santificación de los creyentes, sino como presencia viva y real de Cristo sacramentado en medio de su Iglesia. "La eucaristía prolonga de alguna forma la encarnación del Verbo, vinculando los elementos de nuestro cosmos", dice Teilhard de Chardin (N)

La eucaristía resume toda la vida de Jesús y la anuda a una realidad simbólica de autodonación a los hombres. Es la celebración del Kyrios que vive y vivifica el desbordamiento del misterio, misterio que lega a sus discípulos para que vivan de él y en él y lo revivan en el mundo. Él es el "pan de vida" y quien lo come toma a Dios. En resumen, es a Dios a quien recibimos y a quien nos unimos espritualmente (N)

Nada de extraño que para Fr. Jesús, como para todos los cristianos, la Eucaristía se constituyera en centro de vida espiritual, lugar cotidiano de encuentro, de unión santa y santificadora. También Fr. Jesús coincide el testimoniar no sólo con palabras, sino con su vida y obras, que la Eucaristía ha sido la razón suprema de su vida, el ideal y el centro de su existencia. 

Desde el comienzo de su vida religiosa, Fr. Jesús cuidó mucho la práctica de este sacramento. Era el año de 1936 y el comienzo de la guerra española, se vivían en aquellos momentos días de prueba y persecución religiosa, con gran pérdida de hermanos martirizados. Eran momentos de sufrimiento y de amenaza continua, de arrasar contra la vida de todos los creyentes y especialmente, una abierta persecución y destrucción de todos los valores de la Iglesia. La idea central era aniquilar la Iglesia, porque era la que más daño les hacía, ya que les descubría las mentiras propagadas, como los engaños y la falsedades de su ideología (N)

Todo esto era un motivo mayor para acercarse al sacramento eucarístico, con el deseo ardiente de unirse al Señor y recibir de Él la fuerza espiritual y transformadora de su pobre vida. Fr. Jesús, cada día se acercaba a la eucaristía con la sed ardiente del que quiere saciarse de esa agua pura del amor de Cristo, que se le ofrecía en la Eucaristía. Su gran deseo era que cada día el Señor llenara su vida de fe y fortaleza, para estar preparado a ese martirio amenazante, si éste llega y era la voluntad de Señor, solía decir. Que cuando llegue ese momento, la fuerza impresa de Cristo sacramentado, no me haga valiente para dar la vida, sino que salga de lo más hondo de mi interior el grito victorioso de los mártires: ¡Viva Jesús Sacramentado! Como muchos de los hermanos lo hicieron, proclamando con la vida y la muerte al Señor sacramentado (N)


a).—En Él está la vida 


En muchas ocasiones nos dijo que desde aquellos días aprendió a vivir el tiempo de la eucaristía como el tiempo santo de Dios, el tiempo dichoso con el que Dios no sólo le daba el alimento espiritual, como pan de vida, sino que fortalecía su espíritu llenándole de vida para no morir, Él se mostraba aquí como fuerza salvadora, "medicina de inmortalidad", el "pan limpio de Cristo" que llenaba de fuerzas a San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, en el que deseaba ser triturado, como trigo en el molino para formar la Hostia Santa (N)

Aquí fue cuando descubrió que en Él está la vida, que Él es el remedio para no morir, que en Él se vive siempre, porque "Él es la vida que no acaba". "La resurrección y la vida" (Jn. 11, 25), que dice San Juan. Él era el único importante, por quien al dar la vida, Él, te la devuelve transformada en santidad y vida sempiterna. Con la Eucaristía renacía cada día y llenaba su existencia de vivas realidades de inmortalidad. En realidad, Él es el único necesario y en Él lo hallamos todo. Este fue el convencimiento y fundamento espiritual de Fr. Jesús, que le guió paso a paso durante toda su existencia (N)

Por eso, recibirle cada día y tenerle a tu lado, en tu misma casa y formando parte de tu vida, era un lujo, decía él. Esta proximidad llenaba toda su vida, no sólo de fe y de presencias, sino que creaba en él sentimientos reales de viva cercanía, lazos de unión de verdadera amistad. Se sentía dichoso viviendo esta intimidad con el Señor. La vivía con toda intensidad. Había comenzado en él una relación amorosa espiritual, silenciosa y callada, pero llena de presencias reales con el mismo Señor, el que cada día habitaba más su morada. 

Estos cimientos eucarísticos no sólo fueron la base de su vida, sino que sobre ellos construyó el castillo espiritual interior. A lo largo de toda su vida religiosa la Eucaristía fue el verdadero centro de su vida, en torno a ella desarrollaba todas sus ocupaciones, trabajos, servicios y atenciones en la vida de cada día. A Cristo le exponía sus problemas y necesidades para que el Señor se sirviera de su humilde persona y pudiera ayudar a los pobres y necesitados, como atender a enfermos y "leprosos de hoy", a los sin techo y tirados por las calles. 

Como hermano no clérigo, él ayudaba y asistía a la santa misa todos los días con verdadero recogimiento. Aún hay personas que le conocieron, las que nos dicen, que algunos fieles venían a misa por verle recogido, recibiendo al Señor lleno de fervor espiritual. "Solamente el verle hacer la genuflexión ante el Santísimo, les infundía devoción", comentan algunos de Madrid que le conocieron y que aún viven. Como dicen también, que "su forma de estar en la iglesia, era digna de ver y admirar". Muchos se fijaban en todo lo que hacía, su piedad y vida de fe eran centro de atracción para los fieles. Hasta físicamente había algo que impresionaba a los demás. La presencia de Dios se hacía notable, visible, casi palpable. "Irradiaba la luz de Cristo, resplandor de la verdad" (N). Por eso los fieles decían que era "santo". 

Realmente era curioso ver la postura que tomaba para vivir con más interioridad aquel encuentro con el Señor. Era una postura y actitud tan profunda, que parecía un círculo abrazando al Señor en gesto intimista, aislándose de todo. Se convertía en un cosmos totalizado e impenetrable. Era todo un universo integrado en admirable génesis de vida. Allí estaba él fundido de amor con el Señor. Inmóvil como una custodia que ostenta al Señor sacramentado. Para él nada existía a su lado, estaba integrado formando un todo con Él; vivía en total actividad con el Señor que le tenía todo sublimado. 

Dios moraba en él. Vivía su misma vida. Cristo llenaba y completaba su existencia. Con la Eucaristía había llegado el Reino de Dios para él. 

Éramos muchos los que estábamos admirados, pero sobre todo los seglares eran los que más asombrados quedaban, sintiéndose fascinados ante aquel modo de vivir el encuentro eucarístico. Algunos decían que estaba fuera de sí y que entraba en esos momentos místicos, en los que vivía como extasiado y mirificado en Dios. Hasta podía pensarse que en aquel rapto, su espíritu se había transfigurado en el Espíritu de Cristo y sólo quedaba allí la apariencia humana. Y es que, del santo que se hace amor eucarístico, se puede decir de todo, pues "todo lo supera el amor cuando es verdadero". 

En este misterio escondido, Fr. Jesús encontró la fuerza integradora de su vida. Estaba convencido que la eucaristía era la fuerza vital para su vida espiritual. Quería que lo mejor que había en él, se uniera a lo mejor del cielo. Por eso él quería hacer de la eucaristía el momento cumbre del día. Que el pan y el vino bajados del cielo, alimentaran lo humano y divino que hay en él. Que la belleza de este sacramento llenaran de hermosura y armonía su existencia, haciéndola lugar donde Dios habite y siempre more el Espíritu Santo, "formando la unidad incorruptible, con el baño bautismal y el vínculo de la paz" (Ef. 4, 1-6). 

La eucaristía para mí, decía, "es como la escalera de Jacob, por la que subían y bajaban ángeles del cielo" (Gen. 28, 11-19). Al recibirla cada día me ayuda a subir un peldaño más. El que sabe escalarla se vuelve santo y héroe, porque ella abre la puerta del misterio a la esperanza. La comunión nos abre la puerta del corazón de Cristo, el mismo Cristo nos abre la puerta de la gracia, que nos lleva al amor de Dios. El hombre siempre está entrando en misterio de Dios. Y cuando se une a Cristo en la eucaristía, entra con Él en reciprocidad de misterio. Nunca el hombre está más cerca de Dios que cuando Dios está en el hombre y el hombre palpa el misterio de Dios. 


7.- LA EUCARISTÍA, EXPERIENCIA DE DIOS. 


De La Mística Ciudad de Dios recordaba enfervorizado las experiencias eucarísticas de María, después de la resurrección de Jesús. La forma de vivir la Virgen María esos encuentros, como la vivencia que permanecía en Ella con la presencia de Jesús. Esto le ayudaba mucho para tratar de tenerle presente en todos los momentos del día, al estilo de María (N). De esta forma, la eucaristía se volvía para él continua experiencia de Dios. 

La eucaristía podía ser muy admirable y bella, pero si no tuviera repercusión en la vida, podía quedar vacía de mérito espiritual, hasta dejarla en un acto social. Por eso, en él dominaba la integridad total. La primera comunión la hacía al escuchar la Palabra de Dios, la escuchaba atento para retenerla y vivirla desde su interior. Para él, las palabras evangélicas eran vivificadoras y dinámicas, llenas de Espíritu y verdad, cargadas de gracia y gozo esperanzador. La Palabra de Dios en la eucaristía, nos está ya salvando, al unísono con el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo. Son Palabras sacramentales con fuerza santificadora. Con ellas se entra y vive en la presencia de Dios. De ahí que Fr. Jesús, se esforzara por acogerlas primero, para después comprenderlas espiritualmente, haciéndolas luego realidad en obras compartidas con los hermanos, con los pobres y necesitados. 

Él mismo, cuando socorría a los pobres y necesitados, lo mismo que cuando visitaba a los enfermos o hablaba con los fieles, se volvía humilde eucaristía doméstica llevándoles limosnas y caridad, siempre acompañada de palabra bondadosa que les hablaba de Dios y del Evangelio. Nunca le faltaba la palabra, como en la Eucaristía. Después vendría la comunión de pobreza, de sufrimiento, de compasión de unirse a la situación del hermano necesitado, para moverle a compasión y elevarle el corazón, hasta entrar en acción de gracias al Dios bueno y misericordioso, Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef. 1, 3), muerto y resucitado por nosotros. Él les recordaba que el que se humillaba y sufría más en este anonimato eucarístico, era el Señor del universo, el Hijo de Dios, que no quiere morir en ellos, sino sanarles y llenarles de vida eterna glorificada. 

La vida misma la convertía Fr. Jesús en eucaristía, en experiencia de trabajo, de servicio al hermano, en la oración, en el rezo divino o en el diálogo con el forastero. Todo es comunión con Cristo y con el hermano, que se hace realidad del Dios viviente entre nosotros. El camino trazado en este conocimiento espiritual de Dios, parte del conocimiento del Hijo, encarnado y hecho eucaristía, por el que nos viene a nosotros la gracia y el espíritu de la divinidad, para llegar al Padre invisible. "Así la misión de Cristo se realiza en el amor" (N)

La vida con todo el acaecer, Fr. Jesús no quería que se diluyera o disipara en un simple acontecer humano, sino que la humanidad de la vida se convirtiera en sacramento que puede verse y tocarse. Que la vida sea sólo una pequeña apariencia en superficie, con la que podamos adentrarnos en la realidad de Dios. Que en todo nos dejemos conducir por el Espíritu eucarístico, que nos da "ojos espirituales" para verle mejor en la vida, y hacer de ella verdadero sacramento de amor. La vida nos introduce constantemente en el interior mismo de Cristo, al tiempo que Él nos revela su ser divino y humano, con el que podemos intuir el rostro de Dios. En la medida que hacemos de la vida camino de conocimiento de Cristo, el Espíritu del Señor nos revela las profundidades del Padre. 

Su vida cotidiana pobre, humilde y sencilla, confortada por el gozo de la eucaristía, era un fiel reflejo de experiencia de ese Señor que tenía siempre en sus labios y en el corazón. Flotaba en él la fuerza de la vida renacida en cada eucaristía, la que le purificaba por la gracia del Espíritu, manifestándole con las obras y cuanto efectuaba, ya que para él todo se volvía acontecer de Cristo vivo y resucitado. 

Sin la fe integrada en Cristo, resultaba difícil ver en la Eucaristía la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo divinizado. Como resulta difícil recibir las especies sino fuera real la presencia de Cristo en el sacramento, al que Fr, Jesús con sus ojos espiritualizados contemplaba lleno de luz y gracia sobrenatural. 


a)--Presencia permanente. 


Era notorio en él, cómo la gracia de la Eucaristía le mantenía todo el día en presencia de Dios y en continuada oración. Una oración pura de acción de gracias, con la que "debemos adorar al Padre en espíritu y verdad" (Jn. 4, 23-24). La oración que enseña al hombre la bondad y le abre a la gracia. Es ese "espíritu de la santa oración y devoción" (N) inculcado por el Padre San Francisco. El Espíritu que suscita en el corazón la búsqueda de Dios, es el que llena de fe y obediencia en el seguimiento de Cristo, al igual que nos adorna con la humildad y la paciencia, la compresión y el sincero amor al hermano. Esa oración se vuelve eucaristía de servicio noble y generoso, con fidelidad y cumplimiento en los votos religiosos, como donación de toda la persona. 

El misterio de la Eucaristía como el misterio de Dios, no es sólo un espectáculo admirable digno de ser reflexionado y contemplado, es también la misma plenitud de vida y de amor, a la que hemos sido invitados para entrar en totalidad de gracia, de misterio y de gloria. Hemos sido creados para ser compañeros de Dios. Nuestra suerte como hijos, es que en la eucaristía se nos brinda el amor íntegro del Señor en Cristo Jesús. "Vosotros mismos –dice San Agustín- sois cuerpo y sangre de Cristo, sois el sacramento puesto sobre la mesa del Señor" (N). El mismo Fr. Jesús decía y comentaba muchas veces hablan- do de la fraternidad: "El amarnos como hermanos, es imitar a Cristo que nos amó primero". Al amarnos nos identificamos con Cristo que ofreció la vida en sacrifico de entrega. "Los mártires, al derramar su sangre por sus hermanos, sólo hicieron poner por obra lo que habían tomado de la mesa del Señor" (N). La fe y la vivencia espiritual de la Eucaristía día a día, fueron configurando la vida del hermano Jesús. La sed de eucaristía en su vida trabajada y cansada, le hizo crecer el anhelo espiritual de llegar a la configuración del que es la fuente pura. La fe que le integraba en el sacramento, es la que le fue transformado la vida en experiencia de revelación; experiencia convertida en la realidad inmediata, en el quehacer de cada día, en la palabra y el diálogo constructivo, en las penitencias que él se imponía para purificar su mente y su vida entera, haciendo santo el lugar donde reside Dios. 

A Cristo hay que ofrecerle lo mejor de la vida, una vida enteramente transformada, purificada, deificada y santificada progresivamente, hasta que sea del todo transfigurada en Cristo Jesús. Para el que entra en estos amores todo se vuelve amor, como para el que es puro todo cuanto obra es santo. Lo que Dios ha purificado ha dejado de ser vulgar, mundano, ha entrado en la categoría de lo santo. 

El que toma en serio la imitación de Cristo, como lo hizo Fr. Jesús, la hora de la eucaristía de cada día se le vuelve la hora engendradora del Gólgota, como el lugar verdadero de entrega y amor. En la Eucaristía Fr. Jesús, era cuando su persona entraba en ofrecimiento de holocausto, deseando enteramente volver a ser víctima propiciatoria. 

Nada le hacía disfrutar tanto como esos bellos momentos, en los que su persona humana, sencilla, entrando en disponibilidad, dejaba que actuara la gracia sobre él, para que Cristo transfigurase toda su existencia en su propia imagen. El actuar de Cristo en la eucaristía de cada día, hacía que después su vida se convierta en auténtica proclama, cual palabra evangélica, viviendo el testimonio de Cristo, con espíritu de profecía, tratando de hacerle presente, como el que se ha confiado totalmente a Él. Después, a lo largo del día cumpliría la misión como una continuación de la eucaristía ayudando a los pobres, socorriendo a necesitados, visitando a los enfermos o atendiendo a los "leprosos" o drogadictos; pues para todos había una buena noticia y la palabra del evangelio era anunciada (Lc. 7, 22.). 

Podíamos recordar y enumerar multitud de actos y situaciones derivadas de su vida eucarística, todas ellas vienen a ser como los radios de la circunferencia que tienen un punto céntrico en el que convergen todos. El hombre que vive la eucaristía y hace de ella el centro de su vida, como este hermano, construye un mundo luminoso de belleza espiritual, en el que queda integrado todo él en la persona de Cristo, haciendo fecunda la vida y llenándola de sentido de gracia. Es en definitiva, el que ha sabido construir su vida sobre la roca firme, el que de verdad da el ciento por uno y el que construye el Reino de Dios (Mc. 1, 15 y paralelos). 

La experiencia de la eucaristía nos sitúa en la bondadosa misericordia de Dios, ubicándonos en la atmósfera privilegiada de ese amor celeste. Su gracia habitual se hace presencia permanente, manifestándonos el amor divino y la benevolencia que Dios nos tiene. Es la mayor experiencia al alcance del hombre si éste la vive con fe. 


8.--ENCUENTROS CON EL SEÑOR. 


Lo que más encendía su fervor leyendo la Mística Ciudad, era reflexionar sobre los diversos encuentros que la Virgen tenía, tanto con su esposo San José, con su Hijo Jesús, como con los ángeles o el Padre celeste. Aquellos encuentros fervorosos, arrebatadores y repletos de amor intimista, llenos de comunicaciones santas, con multiplicadas donaciones y gracias particulares, rebosantes de belleza celeste, en visibles manifestaciones de paz, alegría santa e inmensa ternura. Aquellos encuentros eran para Fr. Jesús, momentos deseados, queriendo vivirlos e imitarlos (N).  

Encuentros que Fr, Jesús los buscaba como una apremiante necesidad de su vida. Tener un tiempo de paz, de diálogo, de comunicación, de encuentro para el amor, para la intimidad; buscar el momento oportuno para vivir el misterio secreto compartido, para la total comunión de voluntades, para aquello que sólo el alma puede decir sin decir, sin hablar, intuyendo, fundido en ese espacio de amor y gracia. Estos encuentros diarios Fr, Jesús los realizaba ante el sagrario. 

Eran los encuentros más valorados para Fr. Jesús, porque en ellos vivía una relación espiritual llena de fervor, al estilo de la Virgen, despertándole esos vivos sentimientos de unión con Cristo Jesús. Para los verdaderos adoradores del Señor, el sagrario no es sólo un lugar especial, es el lugar de la fe, la morada santa del sacramento, la mansión misteriosa del que habita por amor entre nosotros. Presencia y símbolo que al unirse como en mística mandorla, en él se unía el cielo y la tierra. "Guardad lo que os he mandado, mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo" (Mt. 28, 20). El Señor que se hizo amor y alimento para nuestra vida, quiso permanecer entre nosotros de esta forma real y misteriosa. "Yo soy el pan de vida. El que se acerca a mí no pasará hambre y el que tiene fe en mí no pasará nunca sed" (Jn. 6, 35-36). 

Para Fr. Jesús, el amor de Cristo permanece vivo y actual a nuestro lado, dándonos ejemplo de amor y enseñándonos a amar. El sagrario es una voz permanente que nos sigue diciendo: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn. 13, 34). 

Para Fr. Jesús, que vivía centrado en la Mística Ciudad, el encuentro con el Señor en el sagrario era tan necesario como el aire para respirar. El que tiene anclada la vida en Él, sólo anhela aspirar su misma existencia. Por eso no podía faltarle la cita diaria para vivir el tiempo de intimidad con el amigo. La visita de todos los días era un encuentro buscado, querido y deseado. Incluso la mayoría de los días eran varios los encuentros con el Señor. Cuando se ama de verdad el pensamiento está ancorado y depositado en la persona amada. Él deseaba conformarse totalmente con la persona de Cristo. Tenía que tener ese tiempo en el que Cristo cincelara en su alma la viva imagen del crucificado. Había que ir poco a poco salvando y cruzando el puente infinito para llegar hasta Él. El piélago del amor de Cristo, llamaba en su abismo de compasión al abismo de pobreza de su siervo Fr. Jesús, como expresa el salmo (Sal. 43, 8). 

Como atraído por invisible imán acudía a la iglesita del convento todo recogido, sin mirar a nada para no distraerse. Allí, de rodillas y silencioso, en profundo recogimiento ante el sagrario y en reflexión continua, estaba Fr. Jesús inmóvil. Sólo la primera imagen de San Pedro de Alcántara, pintada al fresco y orando junto al famoso ciprés, tapada durante siglos, descubierta y restaurada por Manuel Prieto en 1986, le servía de testigo alentador. Fr. Jesús cogía el testigo del Santo y al igual que él, iba llenando su mente del amor misterioso de Cristo. 

Cuando desde la fe se intenta conocer a Cristo, se posee ya la verdadera sabiduría del espíritu; se entra en la categoría de filósofo y teólogo de Dios, porque percibe directamente la revelación del Maestro. El filósofo como el teólogo que sólo se apegan a sus investigaciones, prefieren lo tenebroso a la luz directa. El que aprende de rodillas el misterio de la Sabiduría, ha entrado en el conocimiento de la ciencia infusa, que sólo se adquiere en el amor nupcial de la sabiduría celeste. 

A esa fidelidad de Fr. Jesús, de intentar corresponder con su vida lo mejor posible, él unía al encuentro su comportamiento de servicio y amor al hermano. Si llegaba ante el Señor y se postraba de rodillas ante Él sin moverse, aunque pasaran horas, era porque hasta con su cuerpo humillado quería que le venerara. Que todo se concentrara en silencio de gracia; que su mente reposara en el regazo abismal e infinito del que es todo Amor. Allí el largo tiempo para él era un instante. El que gusta del amor de Dios, mil años son como un instante. Es el tiempo de Dios, ese tiempo fecundo que se despliega en pléroma de fertilidad y abundante de gracias; es tiempo creador en copioso génesis que confiere unidad al proceso cósmico del amor. Es ese tiempo revelador que afirma y define la misma existencia. Para él era un tiempo santo, revelador, sagrado, sacramental, de fecunda escucha, en el que tejía su vida armónicamente al lado de Cristo, configurándose con Él, al tiempo que inhalaba el gozo bondadoso de la gracia, manifestada en esa gloria abismal de belleza infinita. 


2º. —Encuentros nocturnos. 


Hay muchos testigos que le observaban y se admiraban del tiempo que pasaba en estos encuentros. Él, para no ser acusado de abandono del trabajo, cambiaba las horas de encuentros teniéndolas por la noche, para sentirse más a gusto junto al Señor, sin que ningún hermano se sintiera preocupado de su trabajo. Para él la noche se volvía más propicia, más misterio del Dios vivo, que siempre es Dios de los que viven, de los que velan, de los que aguardan la vuelta. Ese era el tiempo más preferido porque se hacía todo silencio, intimidad, revelación, presencia, éxtasis, amor en la noche que no escandaliza. Era el tiempo feliz de la comunicación, de la entrega, cuando Dios se hace más vivo y presente, visible, real, abierto a la intimidad, donde su escucha se hace comunión de pensamientos y sentimientos santos. 

Estos encuentros iluminan la fe, decía él, fortalecen el espíritu, hacen dichosos a los que viven junto a Dios, abren la mente a la contemplado y la visión para los amigos del Esposo. Se entra en ese ardiente amor estigmatizador, en el que se graban como a fuego, los ardorosos impulsos de amor, con los que se quiere ascender al Amado. Son esos momentos del encuentro en los que se despierta el hambre de Dios, hasta saturarse en plenitud deseando eternizarlos. Con nada se los puede comparar. Fr. Jesús decía que estos encuentros con Dios se graban en la mente sin fisuras de olvido. Su luz extingue todas las oscuridades. Su presencia se vuelve creadora, como génesis de nueva vida en fecundación de nuevos mundos. Dios la proyecta en todo el que se deja moldear, le hace vasija nueva "como el barro en manos del alfarero" (Jer. 18, 6). El hombre que confía en Dios, se vuelve receptáculo de acción y sabiduría gozosa de Dios. 

Somos obra de Dios. Tenemos que dejar que el Artista-Dios, nos modele a su imagen. Fr. Jesús decía, que hay que darle tiempo a Dios para que nos perfeccione, al tiempo que hay que cuidar y guardar bien la obra que Dios va realizando en nosotros, el templo santo que nos ha confiado. Valorarle y cuidarle es glorificar al artífice en nosotros, al tiempo que el artífice es glorificado en nosotros, pues nuestra obra no la hemos creado nosotros, sino que Dios es el que la crea para nosotros. Vender o perder la belleza del tesoro de su imagen, es hacer inútil la sangre derramada por Cristo en la cruz. El tesoro para Dios es la creación, la imagen del hombre viviente, por el que ha enviado a su Hijo amado para redimirle y salvarle (Jn. 3, 16-17).

En cada visita al sagrario o encuentro con el Señor, Dios realiza el milagro de abrirnos a la riqueza de su gracia y la belleza de sus dones. Dios mismo despierta el gusto espiritual por esa vida de belleza y santidad. Cuanto más le amamos, más belleza de gloria recibimos. Lo más gozoso y esperanzador, es que Él va poniendo en nosotros "gracia tras gracia", hasta que nos transformemos en constante y sublime belleza, siempre renovable ante la faz del Padre. Por eso, decía Fr. Jesús que: "el que gusta la amistad del sagrario, entra en el gozo del que es la "belleza trascendiendo" de San Juan de la Cruz. Y el que conoce y gusta la belleza de Dios, ya no puede vivir sin ella. "Ver no nos sería tan deseable, si no hubiéramos conocido cuán doloroso es no ver. La luz está en confrontación con la tiniebla, y la vida en confrontación con la muerte" (N)


3º.- Que sólo se entere Dios. 


Con el fin de pasar desapercibido ante la comunidad, a Fr. Jesús le pasaba con frecuencia como a los grandes santos, que buscaban la soledad para orar y estar con el Señor a escondidas. Él buscaba de verdad la gloria de Dios, no el aparecer y ser visto, por eso buscaba el silencio místico donde mejor se gusta la dulce intimidad. Allí encontraba el momento propicio, donde su osada sencillez, en síntesis de simplicidad y pureza, encontraba palabras sencillas que le traducían el misterio profundo de Dios, (aún no conocido por los sabios y entendidos de este mundo), y lo traducían al idioma espiritual silencioso, pero claro e inteligible, transcrito y reproducido a la altura de su pobre corazón. Son momentos de bondad que Dios los da por santos y Cristo los bendice en su Evangelio: "Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los humildes y sencillos de corazón" (Mt. 11 25). 

En alguna ocasión le oí decir, que el mejor negocio de su vida lo tenía montado en compañía con el Señor. Él le llevaba las cuentas de toda su empresa espiritual. Por eso, él acudía cada día al administrador de su vida para revisar su negocio, corregir los fallos, ver cómo mejorar las gestiones de cada día, interesarse por sus clientes, -los pobres, los enfermos, necesitados y encomiendas que le hacían-, y para escuchar el dulce diálogo de ese Verbo eterno, que siempre tiene palabras colmadas de amor encendido, llenas de transparencia y gracia, rebosantes de belleza y profunda gloria divina que hay en Él. En todos los encuentros el Señor se revela, quiere hacerse visible, pero aún "mis ojos no saben ver, en cambio mi fe recupera más vista espiritual, acrecienta el anhelo de volver pronto al encuentro, por ver si esta vez ya están preparados para verle". Cuando el cansancio se apoderaba de él y apenas podía controlar el sueño, Fr. Jesús solía decir: "pues aquí estoy como el perrillo a los pies de su amo". "Cuando no se que decir, miro al sagrario". El silencio es el tiempo más fecundo para Dios. Los silencios, Dios los llena de amor activo y fecundo. 

Intimando con él sobre la vivencia de estos encuentros, se volvía otro, a pesar de ser reservado sobre esto, hablaba en él la experiencia vivida de algo que no se sabe hablar cuando se intentan explicar esos momentos. Por lo que alguna vez le escuché, se intuía algo de lo que sólo el que lo vive sabe gustar la infinita dulzura de la intimidad vivida con el Señor. "Vete ante Él y verás cómo Dios se hace paz en ti. Él armoniza y serena la vida. Junto a Él se hace el olvido de lo externo. En la presencia del Señor se entra en germen de dulzura espiritual. Da la sensación de estar en gozosa unidad de vida. Hay como una nueva germinación de amor y unificación de sentimientos. Se presiente la dimensión de otra existencia, como si se hubiera adelantado el milagro de la resurrección. Ante el Señor, la luz de la gracia lo envuelve todo en infinita belleza. Se diría que ha empezado un tiempo nuevo, como la entrada del bienaventurado en los "cielos nuevos". Ante el Señor ya no hay ruido exterior. Hasta la paz y el gozo saben distintos. Un instante y se vive un cielo infinito. Estar en Él es estar dentro del Todo, ya que todo está en Él y El es el Todo" (N)

Cuando hablaba sobre cosas espirituales lo hacía pausadamente, como el que recuerda esos momentos felices que se han grabado al fuego en la mente, proyectándose en cada instante con deseo de vivirlos junto a Él y eternizarlos. "Pero el Señor espera más de mí, desea que actualice mejor su encarnación sobre el pobre, le haga más cercano en el enfermo y necesitado, más caritativo en el indigente. Es Cristo el que me invita a ser su icono renovado, para proyectar mejor la imagen de Dios". Esto me hacía pensar, que el hambre de Dios se hacía en él cada vez más ardiente y sólo pensaba en buscar esos tiempos, de íntima experiencia en los que Dios le transformara. 

Muchas veces he pensado en lo que él me comunicó en esos diálogos íntimos que yo apenas intuí en aquel momento, porque era "tardo y distraído", como los apóstoles ante el Maestro, pero ahora en serena reflexión intuyo, como hicieron los apóstoles, algo de cuanto él me decía. Y aunque intento ordenar los pensamientos, nunca expreso todo lo que él me comunicó, y aún acierto menos a describir la bella dulzura que irradiaba su rostro cuando me los manifestaba. Algo había de lo que a mí me sobrepasaba, pero que era natural en él. 


LA ORACIÓN.
TIEMPO DE ENCARNACIÓN. 


La oración en la vida religiosa es el eje y motor de la vida espiritual, ella da sentido a la vida fraterna y sin ella moriría la vida religiosa. La espiritualidad se construye en torno a la mesa de la oración. 

Fr. Jesús buscaba a Cristo en la oración, porque se sentía atraído por Él, vivía ansiando el estar a su lado, hacer de Cristo lugar de encarnación. Tenía hambre por estar con el amigo, escucharle, darle tiempo a que su palabra le revistiera de gracia y le santificara, al tiempo que le transformara su viejo hombre, centrando toda su vida en esa fidelidad de seguimiento. Si venía a Cristo era para que unificara los impulsos de sus sentimientos para ser sensible a la caridad, abierto y receptivo a la energía de Dios, disponible para servir al hermano, ser portador de paz y presencia de Dios, a la vez que llenara sus ojos de luz y disipara las tinieblas, culturizara su espíritu con Palabra de sabiduría, que Él consumara y perfeccionara todo el universo de su pobreza espiritual, dando paso a la vida de la gracia. 

Para él la oración era el tiempo más deseado y valorado, porque en ella su vida espiritual se centraba en Cristo, crecían sus sentimientos de unión con el Señor. Estaba convencido que para ser verdadero amigo del Señor, la oración era el tiempo de construir el edificio de la propia santidad, no en un simple monumento decorativo dentro de su viejo templo, sino en verdadero santuario de fe, lugar de residencia para el Señor y morada de amor hasta el fin de su días. "estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo" (Mt. 28, 20). 

Para Fr. Jesús, la oración era otra nueva eucaristía, porque en ella el Señor se hacía todo amor y alimento para la propia vida. Él es el que quiere estar vivo y permanecer activo en la mente y el corazón, donde Él reside de una forma real y misteriosa, impulsando nuestra propia voluntad. Para el auténtico orante, Cristo es el verdadero alimento, el pan que engendra Vida: "Yo soy el pan de vida. El que se acerca a mí no pasará hambre y el que tiene fe en mí no pasará nunca sed"(Jn. 6, 35-36). De esta forma, Cristo en la oración se hace todo amor, un amor que permanece siempre actual, unificado con la persona, dándonos ejemplo de amor y enseñándonos a amar, para que vivamos su mandato: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado"(Jn. 13, 34). 

El que busca tiempos para la oración, está buscando el tiempo del amor, el tiempo de la unión perfecta, santificadora, de hacer de la existencia eucaristía cósmica, encuentro divino, verdadero sacramento de unión, donde se viva el amor santificado en constante renovación, siempre en catarsis de alfa y omega, principio sin fin, con plenitud de lo plenificante, viviendo la luz del día sin día y día sin fin, donde en Él, por Él y para Él, la existencia toda se hace luz interior, en semejanza con el que es todo Luz y Vida. 

Fr. Jesús decía que necesitaba este tiempo porque era para él lugar de encuentro, y para ordenar su vida centrándola en Cristo. Él era la cita constante para vivir la intimidad de los amigos. Estos encuentros para Fr. Jesús eran buscados, queridos y deseados. No podían faltar en su vida, incluso la mayoría de los días sufría por no poder estar en total oración con el Señor. Cuando se ama de verdad el pensamiento está anclado y depositado en la persona amada. Él deseaba conformarse cabalmente con la persona de Cristo. Tenía que tener ese tiempo en el que Cristo cincelara el bloque de su imagen, para asemejarse al crucificado. Había que ir poco a poco salvando y cruzando el puente humano para llegar al divino. El abismo del amor de Cristo llamaba al abismo de la compasión de su siervo Fr, Jesús, como expresa el salmista (Sal. 42, 7). 

Para el que ha tomado la vida de Dios en serio, como lo hizo Fr. Jesús, no es posible vivirla sin hacer que la vida sea oración total, dialogo ininterrumpido, transparencia amorosa de Dios, donde la limpia claridad del Espíritu se refleja en toda la persona. La acción de Dios se vuelve claridad de conciencia para el orante, que se prolonga en los actos del día, haciéndose visible y manifiesta en el rostro de la persona, donde puede leerse la acción bondadosa impresa por Dios y manifestada en ternura de gracia Fr. Jesús decía que cuando hacía oración, acudía primeramente a invocar la ayuda del Espíritu Santo, para que serenara su existencia y le abriera a la acción de Dios, pues sin ella no entendería la revelación que Dios realiza, manifestándose para él en Palabra de vida. El mismo Cristo se hace más próximo y cercano, sirve de escala para ascender al Padre, quien santifica la vida llenándola de dones, reflejados en una humanidad visible a la bondad y presencia de Dios. 

a)- La gracia de la oración. 

Cuando hablaba sobre la oración, Fr. Jesús estaba convencido, que mediante la práctica de la oración dominaba sus impulsos impetuosos, entraba en serena paciencia, crecía en él la humildad y caridad. Se daba cuenta que la oración se volvía en él liberadora de sus defectos, le llenada de espíritu de pobreza, le abría al servicio de la caridad, de la entrega, del sufrimiento, al estilo de la kénosis del Siervo de Yahvé, varón de dolores. Ese tiempo se volvió para él en creador y engendrador del vencimiento propio, de humillar el orgullo, de derrotar el egocentrismo, aniquilando la vanidad que le hacía girar el universo en torno a su "yo". En la oración se descubre mejor que Dios es el centro, visible en el pobre y necesitado, en el enfermo y abandonado. "Ella, poco a poco me hizo cambiar, me abrió los ojos a la belleza de Dios". 

Y es que, cuando la oración se adueña de la persona, se entra en ese mundo transformado por el amor puro. El ojo humano se espiritualiza, se vuelve solar, para ver al sol de la gracia. La vida se vuelve amor de caridad. Se entra en ese vivir para el amor, que otorga la visión del amor absoluto. Cristo humanado se vuelve amor en el pobre, se hace Hijo que se ofrece al Padre, al tiempo que el Padre atrae hacia el Hijo a los que creen en Él, a los que perciben en Él al verdadero amor, el amor caritativo, entregado, inerme, sufriente y elevado en la cruz, pero con la fuerza y atracción del que lo vence todo con el Amor. Ante Él, la oración se vuelve amor, súplica de misericordia, y el que tiene ojos abiertos a la caridad, lo quieran o no, quedan seducidos por aquel al que traspasaron (Jn. 19 37). 

Fr. Jesús descubrió desde el silencio de la oración, que ésta para él era la teología más completa, la teología llevada a su fin, pues era ella la que le llenaba de fe y le llevaba a la acción, la que le hacía vivir la experiencia de Dios en el pobre y el hermano. En ella recuperaba la energía de Dios, la auténtica filiación de hijo del Altísimo, hermano de Cristo, por quien Dios nos habla y nos ama. Quién invitado por la oración, no se abre al amor de Dios, no conoce a Dios, ni ha oído nunca la voz de Dios, ni ha visto su rostro (Jn. 5, 37).

Era tan importante la oración para Fr. Jesús, que en ella era donde llenaba su mente de paz, como de ese amor misterioso de Cristo que lo transforma todo. Sólo quien conoce a Cristo posee la verdadera sabiduría del Espíritu, entra en esa categoría teologal de lo divino, a diferencia del saber humano, filosófico o científico, que sólo se queda en el conocer terreno. Él decía que era en la oración y ante Cristo donde percibía directamente la ciencia del Maestro, que no es ciencia de investigación, sino ciencia de iluminación, que lleva directamente a la luz. El que aprende de rodillas el misterio de la Sabiduría, ha entrado en el conocimiento de la ciencia infusa, que sólo se adquiere en el amor nupcial de la sabiduría celeste. 

El que hace de Cristo el centro de la vida, como lo hizo Fr. Jesús, toda las líneas de la existencia convergen en el centro infinito de Dios. La oración hace de punto de encarnación, de confluencia con el cosmos infinito de Dios. La oración nos introduce en el tiempo de la "vida nueva", de la resurrección ganada por el amor de Cristo. En él se vive el inconmensurable acontecimiento de la vida de gracia, donde Cristo ilumina toda la existencia e irradia una intensidad de vida nueva, que con su plenitud de gracia, deja a la conciencia en estado de dichosa actividad y dueña de sí misma. 

Dicen los entendidos que no es fácil el hacer buena oración, porque se requiere esfuerzo, concentración, tensión de crecimiento en el cuerpo y el espíritu, abriendo la voluntad a la escucha y al silencio interior, para dejar que sea Cristo el que actúe, el que hable, el que resucite allí donde aún se permanece paralizado o muerto a la gracia. Por eso, la oración cuando se vive como tiempo de Dios, se vuelve encarnación del Verbo, tiempo dichoso, de génesis en nueva creación, donde Dios pone su tienda y habita en el humilde. 

A la fidelidad de Fr. Jesús de intentar corresponder con su vida lo mejor posible, él unía la oración para ser coherente, viviendo un comportamiento enteramente ejemplar. Cuando llegaba a la oración se postraba de rodillas ante el Señor, se concentraba en silencio de gracia y dejaba reposar su mente en el seno abismal del que es todo Amor. Allí pasaba largos ratos, horas, no le contaba el tiempo. Era el tiempo de Dios, ese tiempo fecundo que se despliega en pléroma de fertilidad y abundante de gracias. Nada se puede comparar a ese tiempo santo, el tiempo concentrado para la escucha, en el que se va tejiendo armónicamente la vida al lado de Cristo, configurándola con Él, al tiempo que se exhala el gozo bondadoso de la gracia, manifestada en esa gloria del Abismo más perfecto de belleza. 

Hay testigos oculares que le observaban cómo hacía oración, se fijaban en la postura recogida que tomaba, cómo cogía el alfiler del cordón para punzarse y no distraerse o dormirse. Quedaba como aislado de todo, inmóvil, en otra dimensión, pero infundía admiración, deseos de imitarle, de entrar en su mundo, para ver qué pasaba y cómo vivía esos encuentros con el Señor. ¡Admirable! Observar a un santo en oración, es querer penetrar en el mundo fascinante de su secreto, conocer el misterio que Dios realiza en el otro. Y lo asombroso del observante, es que sin darse cuenta él, desde el observado, Dios también te observa a ti, abriéndote esa puerta de luz que lleva al mismo misterio de Dios. 

Fr. Jesús era un religioso de mucha oración, hasta del trabajo hacía oración. Decía que necesitaba el tiempo de oración, el tiempo del encuentro, de la unión mística con el misterio. Porque en la oración Dios se hace amante, presente, tangible, más propicio y dispuesto al diálogo, a la donación, a la intimidad generosa de la gracia, al ofrecimiento de bienes graciosos de amor. Fr. Jesús ante el Señor estaba inmóvil, extasiado, a la escucha de Dios; dejaba que Él actuara, como actúa el sol sobre el paisaje, calentando y fructificando la tierra, llenándola de luz y vida. La sola mirada de Dios lo traspasa todo, es generadora de vida, creadora de gracia, transmisora de impulsos divinos. Fr. Jesús decía que ante el Señor él no decía nada, estaba de rodillas, pero presentía que la mirada amorosa de Dios, recaía sobre él para elevarlo y santificarlo. Cada acto de amor realizado en su presencia, se vuelve acto de Amor divino que predestina a la persona. Al final, Fr. Jesús sólo daba gracias con un amén, en respuesta al milagro transformador y pleno del amor gracioso ofrecido por Dios. 

De Moisés se dice, que cuando bajaba de orar en el monte estaba circundado por un aura manifestador de la gracia y presencia de Dios. El aura humilde de Fr. Jesús se realizaba en el interior, pues también él salía lleno de paz y presencia e Dios, de escucha amorosa, de fe y gracia reveladora, "de la fe que redime la soledad" (N). Es el tiempo santo en el que Dios nos santifica. 

Somos obra de Dios y estamos en Dios. Él es el gran Artista que moldea nuestra imagen. Fr. Jesús, decía, que se entusiasmaba cuando oía cantar eso de: "…como barro en manos del alfarero, / toma mi vida, hazla de nuevo. / yo quiero ser un vaso nuevo". Dios es el que lo hace todo nuevo, transforma nuestra vida, sólo Dios nos hace santos. No destruyamos la obra de Dios realizada por Cristo en la cruz. El tesoro para Dios es el hombre viviente, por el que ha enviado a su Hijo amado para redimirle y salvarle. 

En todas sus oraciones y meditaciones no podía faltar la plegaria a la Madre. Se lo pedían a gritos todas las células de su ser. Nadie como la Virgen le enseñó a orar, a saber estar ante el Señor, a fiarse como Ella se fió. María era para él la mejor oración, con Ella se aprende a orar. Nadie como "la fe de María colabora y nos introduce en ese tesoro de la Redención" (N). Esto lo sabía muy bien Fr. Jesús. Por Ella daba continuas gracia a Dios que es generoso con los pobres y los humildes. Yo también, Señor, te doy gracias "porque ha escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los humildes y sencillos de corazón"(Mt. 11, 25).