Para mí Fray Jesús sigue vivo

Rosario Prieto Pérez.

Quiero que no falte mi colaboración dando mi testimonio sobre el religioso Fr. Jesús de la Cruz, franciscano, para que se sume a las peticiones de su causa. Considero un deber el remitir aquellos recuerdos y vivencias que conservo de él, ya que tanto bien me han hecho, pues se grabaron muy dentro de mi persona y me impresionaron mucho todas las cosas que oí de sus labios, especialmente los relatos de su niñez tan terribles, ya que los escuché cuando era una joven estudiante. Algunos de ellos ya los conté al autor de "Vivir con Pasión", cuando investigaba los hechos de su vida para relatarlos en un libro. Hoy quiero ser yo misma la que los cuente tal como los viví.

Conocí a Fr. Jesús desde muy niña en mi pueblo de Riofrío (León), después le seguí viendo con alguna frecuencia, por motivos de amistad con la familia de mis abuelos y porque se le apreciaba en la familia considerándole como uno de nuestra familia. El no sólo lo agradecía mucho, sino que nos daba motivos para sentirnos muy unidos a él, ya que era todo amabilidad, bondad y servicialidad.

Desde el primer momento que le vi se me grabó su imagen con una fuerza impresionante, tal vez porque era muy joven y aquella forma de ser me atraía más. Aquel hombre para mí era totalmente distinto, estaba configurado con lo que era, era un consagrado de Dios. Yo no sabía bien lo que era ser consagrado, pero al verle y convivir junto a él, me di perfecta cuenta que aquel hombre era todo de Dios, que vivía para Dios, que toda su vida se la había entregado a Dios para vivir siempre en él. Por eso yo desde el primer momento comencé a ver a Dios presente en él. Y en verdad que él trasmitía a Dios por toda la humanidad de su persona. Constantemente hablaba de Dios, como un testigo fiel que le representaba a la perfección. Toda su persona era y comunicaba presencias de Dios. Era consciente de que Dios actuaba en él y él actuaba en nombre de Dios.

Como era objeto de atracción para todos, yo le seguía y observaba en todo lo que hacía. A él no le daba vergüenza el santiguarse, el rezar o el hablar de las cosas santas en cualquier lugar que estuviera. Él lo dejaba todo o se paraba a rezar el ángelus en la mitad de la calle sin importarle nada. Saludaba y hablaba con todos dejándoles un regusto de su presencia y conversación, que estaban deseando volverse a encontrar con él para que les hablara de nuevo de cosas santas. Como siempre iba con su hábito y los pies descalzos, aquello impresionaba a todos, despertaba el deseo de ser mejor. Hasta los muy adictos a decir tacos o palabras mal sonantes, se cohibían ante él porque se sentían como ante Dios representado en él. También, porque aquella forma tan dulce de hablar con tanto respeto y delicadeza, adquiría todo el derecho de ser respetado y tratado de igual forma. Parecía como si les hiciera el milagro de corregirse con el deseo de que les llegara la conversión.

Donde más admiración causaba a todos los del pueblo era en la iglesia. Sólo era un oyente, pues no era sacerdote, pero todos estaban pendientes de lo que él hacía. Él estaba absorto y centrado en Dios, siguiendo los ritos sagrados. Era un auténtico modelo de hombre de fe, no sólo en la compostura externa que causaba admiración, sino porque en él se adivinaba una total vivencia del misterio sacramental. A la salida de la misa o el culto celebrado, era la conversación de todos, el comentario y admiración que se hacía en el camino regresando a casa. Los niños le acompañaban y todos iban alrededor de él. El les hablaba de Jesús y la Virgen, les recordaba que fueran buenos y que obedecieran a los papás, luego les daba unos caramelos y todos volvían a casa contando lo que Fr. Jesús les había dicho. Yo tenía la suerte de tenerle en casa y estar más tiempo con él. A mí me hablaba y trataba como si fuera mayor. Me daba consejos y me recordaba que siempre me encomendara a la Virgen María. Conectamos mutuamente y siempre procuré mantener con él una sana amistad espiritual. Había tanta bondad en su corazón que yo estaba totalmente admirada.

Siempre estaba disponible para cualquier trabajo, incluso para ayudar a otros y más si eran pobres. Los pobres, como los niños, eran su encanto y debilidad, les hablaba con tanto cariño que recuperaban la alegría de la inocencia. Después descubrí que no quería que los niños sufrieran para que no les pasara como a él, ya que cuando era niño lo pasó muy mal, le tocó penar mucho y recibió muchos castigos por parte de la abuela. Echó mucho de menos a su madre, ya que nunca recibió el cariño de su familia, pues era huérfano desde los dos años. ¡Cuánto suspiró por su madre, la que no conoció! Después, con el tiempo, descubrió en la Virgen María la verdadera Madre. De Ella nos hablaba con tanto fervor que era una delicia escucharle las cosas tan bellas que decía de la Virgen.

Recuerdo que cuando me hablaba sobre la Virgen me decía que su libro preferido era La Mística Ciudad de Dios, decía que era tan maravilloso que no quería que se pasara ningún día sin leer algo de él. Aunque ya lo había leído varias veces, decía que cada día sentía más ganas de leerle para conocer mejor a la Virgen. Allí estaba contenido el Evangelio entero, porque el fondo y la doctrina del libro, era dar a conocer mejor a su Hijo Jesús, al tiempo que se mostraba la bondad y compasión del Padre por la humanidad. Hay tanta sabiduría en el libro, decía, que cuando se lee con interés entran más ganas de seguir leyendo.

Después, cuando me hablaba sobre la Virgen se emocionaba y lloraba con verdadera pena, especialmente hablando de las pruebas y sufrimientos por las que tuvo que pasar la Virgen María. Como hablaba con el corazón lo que decía causaba efecto en los que le escuchábamos. Mis abuelos y mis padres no se cansaban de escucharle, se sentían dichosos por tener en casa a un santo, pues todos decíamos que era un santo, ya que lo demostraba con su vida y los ejemplos que nos dejó. En verdad, todo en él era manifestación y presencias de Dios.

Siempre admiré la fe tan profunda que tenía ya que la vivía en todos los actos de su vida. Me daba cuenta que no era una fe de devociones la que tenía, sino que él la vivía y manifestaba en las obras. Todo lo que hacía lo realizaba desde la fe que vivía día a día. Siempre le oía expresiones en las que se ofrecía constantemente a Dios por medio de la Virgen, a la que amaba de forma especial. Para él, la Virgen era su esperanza, confiaba totalmente en Ella. Era una esperanza llena de certezas digna de admirar. Como era de admirar la caridad que practicaba con los pobres y necesitados. Yo sé que todo lo que le dábamos, como lo que le daban otros, todo era para los pobres y necesitados. Pensaba en ellos y vivía para hacer de providencia de Dios con todos los humildes y necesitados. Cuando visitaba a los pobres compartía con ellos la paciencia y el sufrimiento de la pobreza en sus humildes chabolas, donde tenía su cátedra de evangelio para que ellos tuvieran la riqueza de Dios. Ante las necesidades que no podía socorrer, que eran muchas, ejercía la paciencia, la humildad y la confianza en la benignidad de la providencia que Dios tiene sobre nosotros. Decía que visitando los pobres aprendía mucho y se doctoraba de todas las virtudes evangélicas, pues los pobres son el mismo Evangelio.

Varías veces viajé con él en coche particular hasta el pueblo. Con él se hacía el viaje corto, siempre tenía conversaciones agradables de temas religiosos o nos invitaba a rezar en el camino para ir acompañados de Dios y la Virgen. Cuando pasábamos por Arévalo, su pueblo, nos recordaba cosas de su vida y su niñez, algunas nos hacían llorar, pues según pasábamos nos indicaba lugares donde se refugiaba para dormir por la noche cuando apenas tenía siete años, pues la abuela le castigaba y le expulsaba de casa. Fueron unas noches terribles, nos decía, con experiencias al límite de mis fuerzas. El frío, la oscuridad, el miedo, la falta de cariño, de comprensión y desolación, era una situación terrible y más para la debilidad de mis pocos años. En aquellos momentos sólo sabía llorar y pedir compasión al cielo. ¡Cuánto sentía la ausencia y el calor de mi madre! Clamaba en mi interior porque alguien se apiadara y tuviera compasión de mí, pero la respuesta era el silencio. Rezaba llorando y gritando, como un náufrago en medio del mar y sólo me respondía el silencio. Pero Dios tuvo compasión de mí. No me dejó nunca, pues no quería que me perdiera. Con todas estas pruebas contó Dios y se sirvió para darme el toque de conversión, que en el momento oportuno produjo su fruto.

Aquellos relatos tan vivos Fr. Jesús me los recordaba con la misma realidad con que los vivió. Yo los escuché emocionada, los tengo grabados en mi memoria y nunca los olvidaré. Es más, descubrí que en él actuaba un misterio profundo de gracia, en el que Dios actuaba de forma especial, dejando en él patente su presencia bondadosa, con la que Dios suele actuar en aquellos elegidos para la santidad.

Los que conocemos su vida sabemos que toda ella se ha desarrollado en constantes situaciones vividas al límite. En lo que de él conozco, Fr. Jesús vivía siempre en tensión esa llamada de Dios, que actuaba en él como admirable misterio al límite del silencio. Su niñez la vivió al límite de la prueba. Hasta el límite mismo vivió su juventud o su llamada a la vocación. Fue como un pequeño San Pablo, cayendo del caballo vencido por Dios, recuperando en el mismo límite la nueva luz de Cristo que le hacía ver otra vida distinta. Su entrada en la orden franciscana estuvo envuelta en el mismo límite del martirio, del que se libró gracias a la providencia de Dios. Quiso imitar a San Pedro de Alcántara sin ponerle límite. Vivió la soledad de Arenas desean- do vivirla al límite con todas sus consecuencias. Se entregó a los pobres, a los niños y a los enfermos dándoles lo mejor que tenía sin poner límite. En el mismo trabajo él ponía la pasión y el esfuerzo sin límites. Su devoción y fidelidad a la Virgen, la Madre, la vivía apasionadamente hasta el límite que le era posible. Su vida religiosa como su mística de oración y contemplación cada día tenía un nuevo límite de superación. Con razón el libro de su biografía le titularon: "Vivir con pasión", porque toda su vida fue una pasión vivida en tensión como la viven los santos.

Porque conocía un poco su vida de perfección, me interesaba mucho no perder su amistad, ya que me alentaba y ayudaba mucho, aunque el mayor interés era porque intuía que era un elegido y predestinado a la santidad. Yo le descubrí en vida como un verdadero santo. Para mí su vida fue ejemplar y en él descubrí la gracia y presencia de Dios. Le visité en Arenas en varias ocasiones y traté de seguir su trayectoria. Con el correr de los años me di cuenta que iba deteriorándose y que pronto perdería al mejor amigo, él mismo lo decía, ya me queda poco. Pero para mí cada día su vida recuperaba en mi interior más fuerza. Cuando se conoce a un santo se quiere estar siempre con él. A mí me acompaña Fr. Jesús.

Cuando le llegó la llamada de la "hermana muerte", como la llamó San Francisco, allí estuve en Arenas el día de su sepelio para despedirme de él y darle las gracias por todo el bien que me ha hecho. No pude sujetar las lágrimas de mis ojos. Sabía que perdía un amigo entrañable y un padre espiritual que me dejó ejemplos admirables. Oré en silencio dialogando con él ante su cuerpo presente. El me dio paz y serenidad, parecía decirme que no se olvidaría de mí, que seguiría siendo el mismo con amigo. Se cruzaron entre nosotros recuerdos y momentos de vida inolvidables. Aquella dulzura con que me hablaba de las cosas de Dios o la Virgen, me llena de esperanza y ahora me dan fuerzas para superar las dificultades. Sé que él vive en Dios y junto a la Virgen, a la que tanto quería él y tanto me encomendó a mí. Le rezo todos los días y le tengo muy presente en mi vida.

¡Gracias, Fr. Jesús, por tu amistad! Ahora sé que he sido en vida amiga de un santo. ¡Gracias! ¡Mil gracias Fr. Jesús!

Rosario Prieto Pérez