Me hablaba de Dios
y de la Virgen

Rogelio P. Prieto Martínez

Conocí a Fr. Jesús por los años 1968 y lo fui viendo y tratando con alguna frecuencia, primero fue por razón de mi trabajo y después por la amistad que me unía a él, pues me sentía muy feliz el conservar su amistad, ya que tanto bien me hacía espiritualmente. Para mí recordar al hermano Jesús no es sólo el recordar su figura venerable, sino hacer presente al religioso bondadoso, servicial, trabajador, siempre con una sonrisa en sus labios, atendiendo a todos e interesándose por todos. Y sobre todo era un hombre excepcional, lleno de fe, de religiosidad, muy espiritual que reflejaba un interior auténticamente lleno de Dios.

Por aquellos años yo era repartidor y les llevaba el carbón a Duque de Sesto, para la calefacción y servicio del convento. El me atendía amablemente y desde el primer momento que le traté me di cuenta que me hablaba un santo. A otros se les notaba cierta apariencia de bondad, pero Fr. Jesús era la autenticidad, la sencillez, a veces la ingenuidad. El contacto con Dios le borraba la malicia del mal. Todas sus reflexiones eran espirituales. A mí me gustaba cómo me hablaba y me sentí como atraído por él para que me hablara de Dios y la Virgen, de la que hablaba lleno de fervor.

Él me firmaba las entregas y siempre tenía algún detalle. Era su misma bondad la que se manifestaba en él. Años más tarde, habilidad y disponibilidad le pedí que me pusiera el contador de agua en mi casa, lo que hizo con la mejor voluntad y rapidez. Siempre eran ocasiones que aprovechábamos para dialogar, más bien para que él me hablara de Dios. Constantemente tenía la palabra Señor en sus labios, como la de la Santísima Virgen María, a la que añadía nuestra Madre. El la tenía por madre en la tierra ya que no conoció a su madre verdadera. Se emocionaba al hablar de la Virgen y me emocionaba a mí, pues la forma de hablar de la Virgen era todo corazón.

Junto a su bondad descubrí la ingenuidad en la que vivía. Para él todos eran buenos menos él. Yo me sentía confundido porque manifestaba una ingenuidad que parecía más un ángel que un hombre. Realmente era todo bondad y ternura, especialmente con los niños a los que les hablaba del niño Jesús y les daba dulces. Los niños le miraban absortos ya que al estar vestido de fraile le admiraban más.

Procuré no perder su amistad y siempre que podía le visitaba. Tenía la impresión de que me había hecho amigo de un santo. El me recibía como si fuera de la familia. Recuerdo de él su fe profunda, su recogimiento, su bondad, sus buenos consejos, el interés espiritual por mi familia, su disponibilidad, su oraciones para pedir por nosotros, el afecto que nos tenía y su admirable ejemplo en todo.

La última vez que fui a verle a Arenas de San Pedro, un religioso que me atendió me dijo con sentimiento: "hace dos semanas que le hemos enterrado". Me habló de él y del recuerdo de santidad que les había dejado a todos. En mi interior sentía un gran dolor por haber perdido a un amigo tan bueno, pero me sentía feliz al saber que había tenido un amigo santo. Desde entonces, le recuerdo y le rezo para que me ayude en mi fe, bendiga a mi familia y nos ayude espiritualmente.

Rogelio P. Prieto Martínez
Madrid 30 de marzo de 2012