Hermano Peces

Tañían las campanas. Era Miércoles de Pasión.

Estaban llamando a los fieles para sacar por las calles de Arenas a Jesús el Nazareno. Y tú, fray Jesús, entrabas en el final de tu vida. Se escapaba la vida, para encontrar otra más plena. Te llegó la hermana muerte, inexorable. Como fue su vida, fue su muerte, como un susurro, se fue apagando.

Era la mañana el Viernes Santo, y fui a dedicarte, como un postrer adiós, una sencilla oración. Te vi envuelto en tu sayal franciscano, vi tus facciones y recordé lo que de San Pedro dijo la Santa: Tú parecías hecho también de raíces de árbol. Ahora, al recordarte, te veo, fray Jesús, con las cuentas del Rosario, en la huerta, en la capilla, de tal modo inclinado, que daba la impresión de que caerías de un momento a otro al suelo, y no me daba cuenta de que estas enraizado en la Madre.

Cuando Arenas se enteró de tu muerte, decían: «Quién dices que ha muerto?» El hermano Jesús, y había extrañeza en algunos semblantes... Es aquel frailecito que tanto se parecía a Pedro de Alcántara... Y, como alucinados, decían: «Ya sé quién es el hermano fray Jesús». Te veo subiendo a los montes de San Andrés, en tus solitarios paseos y cómo bajaban, como cuentas del Rosario, la brisa dulce de Gredos, ensoñeando, perfumando tus inmensas letanías. Aquella piedra donde te sentabas, ya en tus últimos paseos, acariciando al pequeño que jugaba alrededor mientras dirigías a la Madre frases de aliento e ilusión en el Señor.

Yo subí a tu amigo Jacinto varias veces, para que le cortaras el pelo, ¡Cómo hablaba de fray Jesús! Jacinto decía: «El bendito fray Jesús» ese sarmiento, que tanto ha dado a la viña del Señor!

Y hablaba, mejor dicho cantaba, la delicadeza de su amigo, los consejos, el amor grandioso de la Madre y, desde hacía muchísimos años, su Madre. Era todo el fuego escondido en la madre que no conoció. Ya en sus últimos tiempos, apoyándose en sus bastones, porque las piernas le flaqueaban, era tan tierno verle con su transistor metido entre los pliegues de sus sayal franciscano, cómo la voz del Papa, desgranaba los misterios del Santo Rosario. Ya su cabeza era un pequeño torbellino, los años y la enfermedad no perdonan, a \veces su memoria se «desdibujaba». Pero él no cedía ante el amor apasionado a la Madre.

Ahí se abría una esperanza, a seguir caminando, como hijo de la Iglesia, como Franciscano. Jamás lo vi sin hábito, sólo en algunas ocasiones lo veía con un «mono» que usaba para sus más humildes oficios y que para él era el mejor modo de servir el Señor.

¡Cómo le gustaba charlar con la gente! ¡El, que en el fondo era tímido! Pero siempre tenía la palabra, el consejo adecuado para todos.

¿Será coincidencia tu muerte con la del Señor? Yo creo más bien que ha querido premiarte con su misma Muerte y Resurrección.

¿Estás vagando por esas Pampas que te vieron nacer, y que ya en la Paz de Cristo puedes ver? Porque tu cuerpo, fray Jesús, para los que te conocimos, tu rostro jamás lo olvidaremos al ponemos frente a tu sepultura. Cuando, con voz queda, dejemos en el aire el Ave María de la oración, suba hacia ti para que humildemente, como fue tu vida, pidas al Padre una muerte igual a la tuya, muriendo hijo de la Iglesia y Franciscano, por antonomasia, seguidor del Santo Evangelio.

Fray Jesús, yo no quiero hacer un relato de tu vida. Un ser entregado a Dios canta su propia historia. Los que han muerto en la paz, en el consuelo de Dios, no mueren jamás. Morirá el cuerpo, pero el alma seguirá rozándonos cuando nos desviemos de nuestras promesas a Cristo en tu memoria.

¡Paz, fray Jesús, sé que tú la tienes y grandiosa, infinita! ¡Bien, porque fue lo que supiste hacer en tu vida terrenal!