Bienvenida Santos

¿Quién no conoce al hermano Fr. Jesús en Arenas? Su recuerdo está vivo. Todos los días pienso en él. ¡Fue un santo!

En mis paseos diarios por el camino del Santuario siempre me fijaba en aquel fraile enjuto, risueño, de mirada alegre, respetuoso y atento.

Al paso del tiempo viene la comunicación. Le gustaba hablar, cambiar impresiones. Un día le pregunté: ¿Dónde va todos los días con herramientas de trabajo?, me respondió:- mire, hay mucha gente necesitada que precisa que se le ayude-. Después pregunté, me informé, y efectivamente, era un obrero, un trabajador que ayudaba a las familias necesitadas a reparar sus casas gratuitamente.

Me comentaron que había comercios que le daban mercancías pasadas de moda o con defectos que no vendían: zapatos, ropa, utensilios domésticos... y él en silencio las repartía.

Hombre sencillo de gran humildad, con un parecido físico a San Pedro de Alcántara, impresionante; hábito gastado, deslucido que él mismo remendaba, austero, pobre de verdad. Me decía que a veces cuando comían no se atrevía a coger un plátano por no pecar de glotón y le respondí: -espere que salgan todos del comedor, vuelve y se le come- y él me contestó: -no, eso no, no está bien.

¿Cuántos Rosarios rezaba al día? No puedo responder ¡Era tan grande el amor que tenía a la Virgen!, "a su Madre" como nos decía: "rezarla, pedirla cosas, que es la mejor intermediaria y nos quiere mucho". Todo el mundo le quería, hablaban con él, como alguien muy cercano, siempre presto a escuchar y con muy buenos golpes. Cuando se alejaba el comentario era: "es un santo, un hombre de Dios".

Un año en la fiesta de San Francisco en la Residencia de San Pedro de Alcántara, después de la celebración Litúrgica, nos invitaron las MM. Alcantarinas a merendar, Fr. Jesús y yo nos sentamos juntos y entre bocado y bocado, me contó su vida: de familia muy humilde, emigrantes, nació en Buenos Aires. Al fallecer su madre vino a vivir a España a la provincia de Ávila en Arévalo, haciéndose cargo de él su abuela cuando aún no tenía tres años de edad; no, no lo tuvo fácil, la economía era precaria, pasaron dificultades y a muy temprana edad tuvo que ponerse a trabajar, hasta que dio el paso a la vida religiosa.

Ahí fue donde comenzó en el camino de la santidad, se lo tomó en serio desde el principio. Murió como nació y vivió, pobre, humilde, arrimándose a los suyos los pobres y necesitados, y siempre en compañía de la Madre, la Virgen María que le ayudó a vivir la presencia de Dios, como a un hijo predilecto. Cuando me enteré de su fallecimiento me acerqué al Tanatorio de la Residencia y al dar el pésame a Fr. José Álvarez, que entonces era el Guardián del Convento, me dijo: -no me des el pésame, hoy es motivo de fiesta, ha muerto un "santo".